Al pensar en cuestiones internacionales, es útil tener presentes varios
principios de generalidad e importancia considerables.
El primero es la
máxima de Tucídides:
Los fuertes hacen lo que quieren, y los débiles sufren
como es menester.
Esto tiene un importante corolario: todo Estado poderoso
descansa en especialistas en apologética, cuya tarea es mostrar que lo que
hacen los fuertes es noble y justo y lo que sufren los débiles es su culpa.
En el Occidente contemporáneo a estos especialistas se les llama
intelectuales y, con excepciones marginales, cumplen su tarea asignada con
habilidad y sentimientos de superioridad moral, pese a lo disparatado de sus
alegatos.
Su práctica se remonta a los orígenes de la historia de la que
tenemos registro.
Los principales arquitectos
Un segundo punto, que no hay que olvidar, lo expresó
Adam Smith. Él se
refería a Inglaterra, la potencia más grande de su tiempo, pero sus
observaciones son generalizables.
Smith observaba que los principales
arquitectos de políticas públicas en Inglaterra eran los comerciantes y los
fabricantes, quienes se aseguraban de que sus intereses fueran bien servidos
por tales políticas, por gravoso que fuera el efecto en otros –incluido el
pueblo de Inglaterra– y pese a la severidad que tuvieran para quienes sufren
la salvaje injusticia de los europeos en otras partes.
Smith fue una de esas raras figuras que se apartaron de la práctica normal
de retratar a Inglaterra como una potencia angelical, única en la historia
del mundo, dedicada sin egoísmo al bienestar de los bárbaros.
Un ejemplo
revelador, en estos términos exactos, es un ensayo clásico de John Stuart
Mill, uno de los más decentes e inteligentes intelectuales occidentales, en
el que explicaba por qué Inglaterra tenía que culminar su conquista de la
India en aras de los más puros fines humanitarios.
Lo escribió justo en el
momento de mayores atrocidades de Inglaterra en la India, cuando el
verdadero fin de una mayor conquista era permitir a Inglaterra apoderarse
del monopolio del opio y establecer la más extraordinaria empresa de
narcotráfico en la historia mundial, y así obligar a China, con lanchas
cañoneras y venenos, a aceptar las mercancías de fabricación británicas, que
China no quería.
La plegaria de Mill es la norma cultural. La máxima de Smith es la norma
histórica.
Hoy, los principales arquitectos de las políticas públicas no son los
comerciantes y los fabricantes, sino las instituciones financieras y las
corporaciones trasnacionales.
Una refinada versión actual de la máxima de Smith es la teoría de la
inversión en política, desarrollada por el economista político Thomas Ferguson, la cual considera que las elecciones son la ocasión para que
grupos de inversionistas se unan con el fin de controlar el Estado, en
esencia comprando las elecciones.
Como muestra Ferguson, esta teoría es un mecanismo muy bueno para predecir
políticas públicas durante un periodo largo.
Entonces, para lo ocurrido en 2008 debimos haber anticipado que los
intereses de las industrias financieras tendrían prioridad para el gobierno
de Obama. Fueron sus principales proveedoras de fondos y se inclinaron mucho
más por Obama que por McCain. Y así resultó ser.
El semanario de negocios
Business Week se ufana ahora de que la industria de
las aseguradoras ganó la batalla por la atención a la salud, y de que las
instituciones financieras que crearon la crisis actual emergen incólumes y
aun fortalecidas, tras un enorme rescate público – lo que acomoda el
escenario para la siguiente crisis – apuntan los editores.
Y añaden que
otras corporaciones aprendieron valiosas lecciones de estos triunfos y ahora
organizan grandes campañas para frenar la aprobación de cualquier medida
relacionada con energía y conservación (por suave que sea), con pleno
conocimiento de que frenar esas medidas negará a sus nietos cualquier
posibilidad de supervivencia decente. Por supuesto, no es que sean malas
personas, ni son ignorantes. Ocurre que las decisiones son imperativos
institucionales.
Quienes deciden no seguir las reglas son excluidos, a veces
en formas muy notables.
Las elecciones en Estados Unidos son montajes espectaculares
(extravaganzas), conducidos por la enorme industria de las relaciones
públicas que floreció hace un siglo en los países más libres del mundo,
Inglaterra y Estados Unidos, donde las luchas populares habían ganado la
suficiente libertad para que el público ya no tan fácilmente fuera
controlado por la fuerza.
Entonces, los arquitectos de las políticas
públicas se dieron cuenta de que iba a ser necesario controlar las actitudes
y las opiniones. Uno de los elementos de la tarea era controlar las
elecciones.
Estados Unidos no es una democracia guiada como Irán, donde los candidatos
requieren la aprobación de los clérigos imperantes. En sociedades libres,
como Estados Unidos, son las concentraciones de capital las que aprueban
candidatos y, entre quienes pasan por el filtro, los resultados terminan
casi siempre determinados por los gastos de campaña.
Los operadores
políticos están siempre muy conscientes de que con frecuencia el público
disiente profundamente, en algunos puntos, de los arquitectos de las
políticas públicas. Entonces, las campañas electorales evitan ahondar en
cualquier punto y favorecen las consignas, las florituras de oratoria, las
personalidades y el chismorreo.
Cada año la industria de la publicidad
otorga un premio a la mejor campaña promocional del año.
En 2008 el premio se lo llevó la campaña de
Obama, derrotando incluso a las
computadoras Apple. Los ejecutivos estaban eufóricos. Se ufanaban
abiertamente de que éste era su éxito más grande desde que comenzaron a
promocionar candidatos cual si fueran pasta de dientes o fármacos que
asocian con estilos de vida, técnicas que cobraron fuerza durante el periodo
neoliberal, primero que nada con Reagan.
En los cursos de economía, uno aprende que los mercados se basan en
consumidores informados que eligen racionalmente sus opciones. Pero quien
mire un anuncio de televisión sabe que las empresas destinan enormes
recursos a crear consumidores uniformados que eligen irracionalmente sus
opciones.
Los mismos dispositivos utilizados para derruir mercados se
adaptan al objetivo de socavar la democracia, creando votantes desinformados
que tomarán decisiones irracionales a partir de una limitada serie de
opciones compatibles con los intereses de los dos partidos, que a lo sumo
son facciones competidoras de un solo partido empresarial.
Tanto en el mundo de los negocios como en el político, los arquitectos de
las políticas públicas son constantemente hostiles con los mercados y con la
democracia, excepto cuando buscan ventajas temporales. Por supuesto, la
retórica puede decir otra cosa, pero los hechos son bastante claros.
La máxima de Adam Smith tiene algunas excepciones, que son muy instructivas.
Un ejemplo contemporáneo importante son las políticas de Washington hacia
Cuba desde que ésta obtuvo su independencia, hace 50 años. Estados Unidos es
una sociedad que goza de una libertad poco común, así que contamos con buen
acceso a los registros internos que revelan el pensamiento y los planes de
los arquitectos de las políticas públicas.
A los pocos meses de la independencia de Cuba, el gobierno de Eisenhower
formuló planes secretos para derrocar al régimen e inició programas de
guerra económica y de terrorismo, cuya escala fue aumentada bruscamente por
Kennedy, y que continúan en varias formas hasta nuestros días.
Desde el
inicio, la intención explícita fue castigar lo suficiente al pueblo cubano
para que derrocara al régimen criminal.
Su crimen era haber logrado desafiar
políticas estadounidenses que databan de la década de 1820, cuando la
doctrina Monroe declaró la intención estadounidense de dominar el hemisferio
occidental sin tolerar interferencia alguna de fuera ni de dentro.
Aunque las políticas bipartidistas hacia Cuba concuerdan con la máxima de
Tucídides, entran en conflicto con el principio de Adam Smith, y como tales
nos brindan una mirada especial sobre cómo se configuran las políticas.
Durante décadas, el pueblo estadounidense ha favorecido la normalización de
relaciones con Cuba.
Desatender la voluntad de la población es normal, pero en este caso es más
interesante que sectores poderosos del mundo de los negocios favorezcan
también la normalización: las agro-empresas, las corporaciones farmacéuticas
y de energía, y otros que comúnmente fijan los marcos de trabajo básicos
para la construcción de políticas. En este caso sus intereses son
atropellados por un principio de los asuntos internacionales que no recibe
el reconocimiento apropiado en los tratados académicos en la materia:
podríamos llamarlo el principio de la Mafia.
El Padrino no tolera que nadie lo desafíe y se salga con la suya, ni
siquiera el pequeño tendero que no puede pagarle protección. Es muy
peligroso.
Debe, por tanto, erradicarse brutalmente, de tal modo que otros
entiendan que desobedecer no es opción. Que alguien logre desafiar al Amo
puede volverse un virus que disemine el contagio, por tomar prestado el
término usado por Kissinger cuando se preparaba a derrocar el gobierno de
Allende.
Ésa ha sido una doctrina principal en la política exterior
estadounidense durante el periodo de su dominio global y, por supuesto, tiene
muchos precedentes. Otro ejemplo, que no tengo tiempo de revisar aquí, es la
política estadounidense hacia Irán a partir de 1979.
Tomó su tiempo cumplir los objetivos plasmados en la
doctrina Monroe, y
algunos de éstos siguen topándose con muchos impedimentos. El fin último
perdura y es incuestionable. Adquirió mucho mayor significación cuando, tras
la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se convirtió en una potencia
global dominante y desplazó a su rival británico. La justificación se ha
analizado con lucidez.
Por ejemplo, cuando Washington se preparaba para derrocar al gobierno de
Allende, el Consejo de Seguridad Nacional puntualizó que si Estados Unidos
no lograba controlar América Latina, no podría esperar consolidar un orden
en ninguna parte del mundo, es decir, imponer con eficacia su dominio sobre
el planeta.
La credibilidad de la Casa Blanca se vería socavada, como lo
expresó
Henry Kissinger.
Otros también podrían intentar salirse con la suya
en el desafío si el virus chileno no era destruido antes de que diseminara
el contagio. Por tanto, la democracia parlamentaria en Chile tuvo que irse,
y así ocurrió el primer 11 de septiembre, en 1973, que está borrado de la
historia en Occidente, aunque en términos de consecuencias para Chile y más
allá sobrepase, por mucho, los terribles crímenes del
11 de septiembre de
2001.
Aunque las máximas de Tucídides y Smith, y el principio de la Mafia, no dan
cuenta de todas las decisiones de política exterior, cubren una gama
bastante amplia, como también lo hace el corolario referente al papel de los
intelectuales. No son el final de la sabiduría, pero se encaminan a él.
Con el contexto proporcionado hasta el momento, miremos el momento unipolar,
que es el tópico de gran cantidad de discusiones académicas y populares
desde que se colapsó la Unión Soviética, hace 20 años, dejando a Estados
Unidos como la única superpotencia global en vez de ser sólo la primera
superpotencia, como antes. Aprendemos mucho acerca de la naturaleza de la
guerra fría, y del desarrollo de los acontecimientos desde entonces, mirando
cómo reacciona Washington a la desaparición de su enemigo global, esa
conspiración monolítica y despiadada para apoderarse del mundo, como la
describía Kennedy.
Unas semanas después de la caída del Muro de Berlín, Estados Unidos invadió
Panamá. El propósito era secuestrar a un delincuente menor, que fue llevado
a Florida y sentenciado por crímenes que había cometido, en gran medida,
mientras cobraba en la CIA. De valioso amigo se convirtió en demonio malvado
por intentar adoptar una actitud desafiante y salirse con la suya, al
andarse con pies de plomo en el apoyo a las guerras terroristas de Reagan en
Nicaragua.
La invasión mató a varios miles de personas pobres en Panamá, según fuentes
panameñas, y reinstauró el dominio de los banqueros y narcotraficantes
ligados a Estados Unidos. Fue apenas algo más que una nota de pie de página
en la historia, pero en algunos aspectos rompió la tendencia. Uno de ellos
fue que se hizo necesario contar con un nuevo pretexto, y éste llegó rápido:
la amenaza de narcotraficantes de origen latino que buscan destruir a
Estados Unidos.
Richard Nixon ya había declarado la guerra contra las drogas,
pero ésta asumió un nuevo y significativo papel durante el momento unipolar.
Sofisticación tecnológica en el tercer mundo
La necesidad de un nuevo pretexto guió también la reacción oficial en
Washington ante el colapso de la superpotencia enemiga. El gobierno de
Bush
padre trazó el nuevo rumbo a los pocos meses: en resumidas cuentas, todo se
mantendrá bastante igual, pero tendremos nuevos pretextos. Todavía
requerimos de un enorme sistema militar, pero ahora hay un nuevo
justificante: la sofisticación tecnológica de las potencias del tercer mundo.
Tenemos que mantener la base industrial de defensa, eufemismo para describir
la industria de alta tecnología apoyada por el Estado. Debemos mantener
fuerzas de intervención dirigidas a las regiones ricas en energéticos de
Medio Oriente, donde no haríamos responsable al Kremlin de las amenazas
significativas a nuestros intereses, a diferencia de las décadas de engaño
cuando eso ocurría.
Todo lo anterior pasó muy en silencio, apenas si se notó. Pero para quienes
confían en entender el mundo, es bastante ilustrativo. Como pretexto para
una intervención, fue útil invocar una guerra a las drogas, pero como
pretexto es muy estrecho. Se necesitaba uno de más arrastre.
Rápidamente
las
elites se volcaron a la tarea y cumplieron su misión. Declararon una
revolución normativa que confería a Estados Unidos el derecho a una
intervención por razones humanitarias escogida por definición, por la más
noble de las razones.
Para expresarlo con sutileza, ni las víctimas tradicionales se inmutaron.
Las conferencias de alto nivel en el Sur global condenaron con amargura “el
así llamado ‘derecho’ a una intervención humanitaria”.
Era necesario un
refinamiento adicional, por lo que se diseñó el concepto de responsabilidad
de proteger. Quienes prestan atención a la historia no se sorprenderán al
descubrir que las potencias occidentales ejercen su responsabilidad de
proteger de modo muy selectivo, en adherencia estricta a las tres máximas
descritas. Los hechos perturban de tan obvios, y requieren considerable
agilidad de las clases intelectuales: otra reveladora historia que debo
dejar de lado.
Conforme el momento unipolar se iluminó, otra cuestión que se puso al frente
fue el destino de la OTAN. La justificación tradicional para la organización
era la defensa contra las agresiones soviéticas. Al desaparecer la Unión
Soviética se evaporó el pretexto. Las almas ingenuas, que tienen fe en las
doctrinas del momento, habrían esperado que la OTAN desapareciera también;
por el contrario, se expandió con rapidez. Los detalles revelan mucho acerca
de la guerra fría y de lo que siguió.
A nivel más general revelan cómo se
forman y ejecutan las políticas de los estados.
A medida que se colapsó la Unión Soviética,
Mijail Gorbachov hizo una
pasmosa concesión: permitió que una Alemania unificada se uniera a una
alianza militar hostil encabezada por la superpotencia global, pese a que
Alemania por sí sola casi había destruido Rusia en dos ocasiones durante el
siglo XX. Sin embargo, fue un quid pro quo, un esto por aquello, una
reciprocidad. El gobierno de Bush prometió a Gorbachov que la OTAN no se
extendería a Alemania oriental, y que desde luego no llegaría más al oriente.
También le aseguró al mandatario soviético que la organización se
transformaría en un ente más político. Gorbachov propuso también una zona
libre de armas nucleares desde el Ártico al Mar Negro, un paso hacia una
zona de paz que eliminara cualquier amenaza a Europa occidental u oriental.
Tal propuesta se pasó por alto sin consideración alguna.
Poco después llegó Bill Clinton al cargo. Muy pronto se desvanecieron los compromisos de
Washington. No es necesario abundar sobre la promesa de que la OTAN se
convertiría en un ente más político. Clinton expandió la organización hacia
el este, y Bush fue más allá. En apariencia Barack Obama intenta continuar
la expansión.
Un día antes del primer viaje de
Barack Obama a Rusia, su asistente especial
en Seguridad Nacional y Asuntos Eurasiáticos informó a la prensa:
No vamos a
dar seguridades a los rusos, ni a darles ni intercambiar nada con ellos
respecto de la expansión de la OTAN o la defensa con misiles.
Se refería a
los programas de defensa con misiles estadounidenses en Europa oriental y a
la posibilidad de convertir en miembros de la OTAN a dos vecinos de Rusia,
Ucrania y Georgia. Ambos pasos eran vistos por los analistas occidentales
como serias amenazas a la seguridad rusa, por lo que, de igual modo, podían
inflamar las tensiones internacionales.
Ahora, la jurisdicción de la
OTAN es todavía más amplia. El asesor de
Seguridad Nacional de Obama, el comandante de Marina James Jones, hace
llamados a que la organización se amplíe al sur y también al este, de modo
que se refuerce el control estadounidense sobre las reservas energéticas de
Medio Oriente. El general Jones también aboga por una fuerza de respuesta de
OTAN, que confiera a la alianza militar encabezada por Estados Unidos mucho
mayor capacidad y flexibilidad para efectuar acciones con rapidez y en
distancias muy largas, objetivo que ahora Washington se empeña en lograr en
Afganistán.
El secretario general de la OTAN, Jaap de Hoop Scheffer, informó a la
conferencia de la organización que las tropas de la alianza tienen que
custodiar los ductos de crudo y gas que van directamente a Occidente y, de
modo más general, proteger las rutas marinas utilizadas por los buques
cisternas y otras cruciales infraestructuras del sistema energético. Dicha
decisión expresa de forma más explícita las políticas posteriores a la
guerra fría: remodelar la OTAN para volverla una fuerza de intervención
global encabezada por Estados Unidos, cuya preocupación especial sea el
control de los energéticos.
Supuestamente, la tarea incluye la protección de un ducto de 7 mil 600
millones de dólares que conduciría gas natural de Turkmenistán a Pakistán e
India, pasando por la provincia de Kandahar, en Afganistán, donde están
desplegadas las tropas canadienses.
La meta es bloquear la posibilidad de
que un ducto alterno brinde a Pakistán e India gas procedente de Irán, y
disminuir la dominación rusa de las exportaciones energéticas de Asia
central, según informó la prensa canadiense, bosquejando con realismo
algunos de los contornos del nuevo gran juego en el que la fuerza de
intervención internacional encabezada por Estados Unidos va a ser un jugador
principal.
Desde los primeros días posteriores a la guerra fría, se entendía que Europa
occidental podría optar por un curso independiente, tal vez con una visión
gaullista de Europa, del Atlántico a los Urales.
En este caso el problema no
es un virus que pueda diseminar el contagio, sino una pandemia que podría
desmantelar todo el sistema de control global. Se supone que, al menos en
parte, la OTAN intenta contrarrestar esa seria amenaza. La expansión actual
de la alianza, y los ambiciosos objetivos de la nueva organización, dan
nuevo empuje a esos fines.
Los acontecimientos continúan atravesando el momento unipolar, adhiriéndose
bien a los principios que rigen los asuntos internacionales. Más en
específico, las políticas se conforman muy cerca de las doctrinas del orden
mundial formuladas por los planificadores estadounidenses de alto nivel
durante la Segunda Guerra Mundial. A partir de 1939, reconocieron que, fuera
cual fuese el resultado de la guerra, Estados Unidos se convertiría en una
potencia global y desplazaría a Gran Bretaña.
En concordancia, desarrollaron planes para que Estados Unidos ejerciera
control sobre una porción sustancial del planeta. Esta gran área, como le
llaman, habría de comprender por lo menos el hemisferio occidental, el
antiguo imperio británico, el Lejano Oriente y los recursos energéticos de
Asia occidental.
En esta gran área, Estados Unidos habría de mantener un
poder incuestionable, una supremacía militar y económica, y actuaría para
garantizar los límites de cualquier ejercicio de soberanía por parte de
estados que pudieran interferir con sus designios globales.
Al principio los planificadores pensaron que Alemania predominaría en Europa,
pero conforme Rusia comenzó a demoler la Wermacht (las fuerzas armadas nazis),
la visión se hizo más y más expansiva, y se buscó que la gran área
incorporara la mayor extensión de Eurasia que fuera posible, por lo menos
Europa occidental, el corazón económico de Eurasia.
Se desarrollaron planes detallados y racionales para la organización global,
y a cada región se le asignó lo que se le llamó su función. Al Sur en
general se le asignó un papel de servicio: proporcionar recursos, mano de
obra barata, mercados, oportunidades de inversión y más tarde otros
servicios, tales como recibir la exportación de desperdicios y contaminación.
En ese entonces, Estados Unidos no estaba tan interesado en África, así que
la pasó a Europa para que explotara su reconstrucción a partir de la
destrucción de la guerra. Uno podría imaginar relaciones diferentes entre
África y Europa a la luz de la historia, pero no se tuvieron en cuenta.
En contraste, se reconoció que las reservas de petróleo de Medio Oriente
eran una estupenda fuente de poder estratégico y uno de los premios
materiales más grandes en la historia del mundo: la más importante de las
áreas estratégicas del mundo, para ponerlo en palabras de Eisenhower. Y los
planificadores se daban cuenta de que el control del crudo de Medio Oriente
proporcionaría a Estados Unidos el control sustancial del mundo.
Quienes consideran significativas las continuidades de la historia tal vez
recuerden que los planificadores de Truman hacían eco de las doctrinas de
los demócratas jacksonianos al momento de la anexión de Texas y de la
conquista de medio México, un siglo antes.
Tales predecesores anticiparon
que las conquistas proporcionarían a Estados Unidos un virtual monopolio del
algodón, el combustible de la primera revolución industrial: Ese monopolio,
ahora asegurado, pone a todas las naciones a nuestros pies, declaró el
presidente Tyler.
En esa forma, Estados Unidos podría esquivar el disuasivo
británico, el mayor problema de esa época, y ganar influencia internacional
sin precedente.
Concepciones semejantes guiaron a Washington en su política petrolera. De
acuerdo con ella – explicaba el Consejo de Seguridad Nacional de Eisenhower –
Estados Unidos debe respaldar regímenes rudos y brutales y bloquear la
democracia y el desarrollo, aunque eso provoque una campaña de odio contra
nosotros, como observó el presidente Eisenhower 50 años antes de que George
W. Bush preguntara en tono plañidero por qué nos odian y concluyera que
debía ser porque odiaban nuestra libertad.
Con respecto a América Latina, los planificadores posteriores a la Segunda
Guerra Mundial concluyeron que la primera amenaza a los intereses
estadounidenses la representan los regímenes radicales y nacionalistas que
apelan a las masas de población y buscan satisfacer la demanda popular de
mejoramiento inmediato de los bajos estándares de vida de las masas y el
desarrollo a favor de las necesidades internas del país.
Estas tendencias
entran en conflicto con las demanda de un clima económico y político que
propicie la inversión privada, con la adecuada repatriación de las ganancias
y la protección de nuestras materias primas.
Gran parte de la historia
subsiguiente fluye de estas concepciones que nadie cuestiona.
TLC, cura recomendada
En el caso especial de México, el taller de desarrollo de estrategias para
América Latina, celebrado en el Pentágono en 1990, halló que las relaciones
Estados Unidos-México eran extraordinariamente positivas, y que no las
perturbaba ni el robo de elecciones, ni la violencia de Estado, ni la
tortura o el escandaloso trato dado o obreros y campesinos, ni otros
detalles menores.
Los participantes en el taller sí vieron una nube en el
horizonte: la amenaza de “una ‘apertura a la democracia’ en México”, la cual,
temían, podría poner en el cargo a un gobierno más interesado en desafiar a
Estados Unidos sobre bases económicas y nacionalistas.
La cura recomendada fue un tratado Estados Unidos-México que encerrara al
vecino en su interior y proponerle las reformas neoliberales de la década de
1980, que ataran de manos a los actuales y futuros gobiernos mexicanos en
materia de políticas económicas.
En resumen, el TLCAN, impuesto puntualmente por el Poder Ejecutivo en
oposición a la voluntad popular.
Y al momento en que el TLCAN entraba en vigor, en 1994, el presidente
Clinton instituía también la Operación Guardián, que militarizó la frontera
mexicana. Él la explicó así: no entregaremos nuestras fronteras a quienes
desean explotar nuestra historia de compasión y justicia. No mencionó nada
acerca de la compasión y la justicia que inspiraron la imposición de tales
fronteras, ni explicó cómo el gran sacerdote de la globalización neoliberal
entendía la observación de Adam Smith de que la libre circulación de mano de
obra es la piedra fundacional del libre comercio.
La elección del tiempo para implantar la Operación Guardián no fue para nada
accidental. Los analistas racionales anticiparon que abrir México a una
avalancha de exportaciones agroindustriales altamente subsidiadas tarde o
temprano socavaría la agricultura mexicana, y que las empresas mexicanas no
aguantarían la competencia con las enormes corporaciones apoyadas por el
Estado que, conforme al tratado, deberían operar libremente en México.
Una
consecuencia probable sería la huída de muchas personas a Estados Unidos
junto con quienes huyen de los países de Centroamérica, arrasados por el
terrorismo reaganita. La militarización de la frontera fue un remedio
natural.
Las actitudes populares hacia quienes huyen de sus países –conocidos como
extranjeros ilegales– son complejas. Prestan servicios valiosos en su
calidad de mano de obra superbarata y fácilmente explotable. En Estados
Unidos las agro-empresas, la construcción y otras industrias descansan
sustancialmente en ellos, y ellos contribuyen a la riqueza de las
comunidades en que residen. Por otra parte, despiertan tradicionales
sentimientos antimigrantes, persistente y extraño rasgo en esta sociedad de
migrantes que arrastra una historia de vergonzoso trato hacia ellos.
Hace pocas semanas, los hermanos Kennedy fueron vitoreados como héroes
estadounidenses. Pero a fines del siglo XIX los letreros de ni perros ni
irlandeses no los habrían dejado entrar a los restaurantes de Boston. Hoy
los emprendedores asiáticos son una fulgurante innovación en el sector de
alta tecnología. Hace un siglo, acciones racistas de exclusión impedían el
acceso de asiáticos, porque se les consideraba amenazas a la pureza de la
sociedad estadounidense.
Sean cuales fueren la historia y las realidades económicas, los inmigrantes
han sido siempre percibidos por los pobres y los trabajadores como una
amenaza a sus empleos, sus modos de vida y su subsistencia.
Es importante
tener en cuenta que la gente que hoy protesta con furia ha recibido agravios
reales. Es víctima de los programas de manejo financiero de la economía y de
globalización neoliberal, diseñados para transferir la producción hacia
fuera y poner a los trabajadores a competir unos con otros a escala mundial,
bajando los salarios y las prestaciones, mientras se protege de las fuerzas
del mercado a los profesionales con estudios.
Los efectos han sido severos desde los años de Reagan, y con frecuencia se
manifiestan de modos feos y extremos, como muestran las primeras planas de
los diarios en los días que corren. Los dos partidos políticos compiten por
ver cuál de ellos puede proclamar en forma más ferviente su dedicación a la
sádica doctrina de que se debe negar la atención a la salud a los
extranjeros ilegales. Su postura es consistente con el principio,
establecido por la Suprema Corte, de que, de acuerdo con la ley, esas
criaturas no son personas, y por tanto no son sujetos de los derechos
concedidos a las personas.
En este mismo momento la Suprema Corte considera la cuestión de si las
corporaciones deben poder comprar elecciones abiertamente en lugar de
hacerlo de modos más indirectos: asunto constitucional complejo, porque las
cortes han determinado que, a diferencia de los inmigrantes indocumentados,
las corporaciones son personas reales, de acuerdo con la ley, y así, de
hecho, tienen derechos que rebasan los de las personas de carne y hueso,
incluidos los derechos consagrados por los tan mal nombrados acuerdos de
libre comercio.
Estas reveladoras coincidencias no me provocan comentario
alguno. La ley es en verdad un asunto solemne y majestuoso.
El espectro de la planificación es estrecho, pero permite alguna variación.
El gobierno de
Bush II fue tan lejos, que llegó al extremo del militarismo
agresivo y ejerció un arrogante desprecio, inclusive hacia sus aliados. Fue
condenado duramente por estas prácticas, aun dentro de las corrientes
principales de opinión.
El segundo periodo de Bush fue más moderado. Algunas
de sus figuras más extremistas fueron expulsadas: Rumsfeld, Wolfowitz,
Douglas Feith y otros.
A Cheney no lo pudieron quitar porque él era la
administración.
Las políticas comenzaron a retornar más hacia la norma. Al llegar Obama al
cargo, Condoleeza Rice predecía que seguiría las políticas del segundo
periodo de Bush, y eso es en gran medida lo que ha ocurrido, más allá del
estilo retórico diferente, que parece haber encantado a buena parte del
mundo… tal vez por el descanso que significa que Bush se haya ido.
En el punto más candente de la crisis de los misiles cubanos, un asesor de
alto rango del gobierno de Kennedy expresó muy bien algo que hoy es una
diferencia básica entre
George Bush y
Barack Obama.
Los planificadores de
Kennedy tomaban decisiones que literalmente amenazaban a Gran Bretaña con la
aniquilación, pero sin informar a los británicos.
En ese punto, el asesor definió la relación especial con el Reino Unido.
“Gran Bretaña –dijo– es nuestro teniente”; el término más de moda hoy sería
socio. Gran Bretaña, por supuesto, prefiere el término en boga. Bush y sus
cohortes se dirigían al mundo tratando a todos como nuestros tenientes. Así,
al anunciar la invasión de Irak, informaron a Naciones Unidas que podía
obedecer las órdenes estadounidenses, o volverse irrelevante. Es natural que
una desvergonzada arrogancia así levante hostilidades.
Obama adopta un curso de acción diferente.
Con afabilidad saluda a los
líderes y pueblos del mundo como socios y únicamente en privado continúa
tratándolos como tenientes, como subordinados. Los líderes extranjeros
prefieren con mucho esta postura, y el público en ocasiones queda
hipnotizado por ella. Pero es sabio atender a los hechos, y no a la retórica
o a las conductas agradables.
Porque es común que los hechos cuenten una
historia diferente. En este caso también.
Tecnología de la destrucción
El actual sistema mundial permanece unipolar en una sola dimensión: el
ámbito de la fuerza.
Estados Unidos gasta casi lo mismo que el resto del
mundo junto en fuerza militar, y está mucho más avanzado en la tecnología de
la destrucción. Está solo también en la posesión de cientos de bases
militares por todo el mundo, y en la ocupación de dos países situados en
cruciales regiones productoras de energéticos.
En estas regiones está estableciendo, además, enormes mega-embajadas; cada
una de ellas es en realidad es una ciudad dentro de otra: clara indicación
de futuras intenciones. En Bagdad se calcula que los costos de la
mega-embajada asciendan de mil 500 millones de dólares este año a mil 800
millones en los años venideros. Se desconocen los costos de sus contrapartes
en Pakistán y Afganistán, como también se desconoce el destino de las
enormes bases militares que Estados Unidos instaló en Irak.
El sistema global de bases se comienza a extender ahora por América Latina.
Estados Unidos ha sido expulsado de sus bases en Sudamérica; el caso más
reciente es el de la base de Manta, en Ecuador, pero recientemente logró
arreglos para utilizar siete nuevas bases militares en Colombia, y se supone
que intenta mantener la base de Palmerola, en Honduras, que jugó un papel
central en las guerras terroristas de Reagan.
La Cuarta Flota estadounidense,
desbandada en los años 50 del siglo XX, fue reactivada en 2008, poco después
de la invasión colombiana a Ecuador.
Su responsabilidad cubre el Caribe, Centro y Sudamérica, y las aguas
circundantes. La Marina incluye, entre sus variadas operaciones, acciones
contra el tráfico ilícito, maniobras simuladas de cooperación en seguridad,
interacciones ejército-ejército y entrenamiento bilateral y multilateral.
Es
entendible que la reactivación de la flota provoque protestas y preocupación
de gobiernos como el de Brasil, el de Venezuela y otros.
La preocupación de los sudamericanos se ha incrementado por un documento de
abril de 2009, producido por el comando de movilidad aérea estadounidense (US
Air Mobility Command), que propone que la base de Palanquero, en Colombia,
pueda convertirse en el sitio de seguridad cooperativa desde el cual puedan
ejecutarse operaciones de movilidad.
El informe anota que, desde Palanquero,
casi medio continente puede ser cubierto con un C-17 (un aerotransporte
militar) sin recargar combustible. Esto podría formar parte de una
estrategia global en ruta, que ayude a lograr una estrategia regional de
combate y con la movilidad de los trayectos hacia África.
Por ahora, la
estrategia para situar la base en Palanquero debe ser suficiente para fijar
el alcance de la movilidad aérea en el continente sudamericano, concluye el
documento, pero prosigue explorando opciones para extender el sistema a
África con bases adicionales, todo como parte de un sistema global de
vigilancia, control e intervención.
Estos planes forman parte de una política más general de militarización de
América Latina. El entrenamiento de oficiales latinoamericanos se ha
incrementado abruptamente en los últimos 10 años, mucho más allá de los
niveles de la guerra fría.
La policía es entrenada en tácticas de infantería ligera. Su misión es
combatir pandillas de jóvenes y populismo radical, término este último que
debe de entenderse muy bien en América Latina.
El pretexto es la guerra contra las drogas, pero es difícil tomar eso muy en
serio, aun si aceptáramos la extraordinaria suposición de que Estados Unidos
tiene derecho a encabezar una guerra en tierras extranjeras. Las razones son
bien conocidas, y fueron expresadas una vez más a fines de febrero por la
Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, encabezada por los ex
presidentes Cardoso, Zedillo y Gaviria.
Su informe concluye que la guerra al
narcotráfico ha sido un fracaso total y demanda un drástico cambio de
política, que se aleje de las medidas de fuerza en los ámbitos interno y
externo e intente medidas menos costosas y más efectivas.
Los estudios llevados a cabo por el gobierno estadounidense, y otras
investigaciones, han mostrado que la forma más efectiva y menos costosa de
controlar el uso de drogas es la prevención, el tratamiento y la educación.
Han mostrado además que los métodos más costosos y menos eficaces son las
operaciones fuera del propio país, tales como las fumigaciones y la
persecución violenta.
El hecho de que se privilegien consistentemente los métodos menos eficaces y
más costosos sobre los mejores es suficiente para mostrarnos que los
objetivos de la guerra contra las drogas no son los que se anuncian. Para
determinar los objetivos reales, podemos adoptar el principio jurídico de
que las consecuencias previsibles constituyen prueba de la intención.
Y las
consecuencias no son oscuras: subyace en los programas una contrainsurgencia
en el extranjero y una forma de limpieza social en lo interno, enviando
enormes números de personas superfluas, casi todas hombres negros, a las
penitenciarías, fenómeno que condujo ya a la tasa de encarcelamiento más
alta del mundo, por mucho, desde que se iniciaron los programas, hace 30
años.
Aunque el mundo es unipolar en la dimensión militar, no siempre ha sido así
en la dimensión económica.
A principios de la década de 1970, el mundo se
había vuelto económicamente tripolar, con centros comparables en
Norteamérica, Europa y el noreste asiático. Ahora la economía global se ha
vuelto aún más diversa, en particular tras el rápido crecimiento de las
economías asiáticas que desafiaron las reglas del neoliberal Consenso de
Washington.
También América Latina comienza a liberarse por sí sola de este yugo. Los
esfuerzos estadounidenses por militarizarla son una respuesta a estos
procesos, particularmente en Sudamérica, la cual por vez primera desde las
conquistas europeas comienza a enfrentar los problemas fundamentales que han
plagado el continente.
He ahí el inicio de movimientos encaminados a la
integración de países que tradicionalmente se orientaban hacia Occidente, no
uno hacia el otro, y también un impulso por diversificar las relaciones
económicas y otras relaciones internacionales.
Están también, por último, algunos esfuerzos serios por dar respuesta a la
patología latinoamericana de que son los estrechos sectores acaudalados los
que gobiernan en medio de un mar de miseria, quedando los ricos libres de
responsabilidades, excepto la de enriquecerse a sí mismos.
Esto último es
muy diferente de Asia oriental, como se puede medir observando la fuga de
capitales.
En Asia oriental tales fugas se han controlado con mucha fuerza.
En Corea del Sur, por ejemplo, durante su periodo de rápido crecimiento, la
exportación de capitales podía acarrear la pena de muerte.
Estos procesos en América Latina, en ocasiones encabezados por
impresionantes movimientos populares de masas, son de gran significación. No
es sorpresivo que provoquen amargas reacciones entre las elites
tradicionales, respaldadas por la superpotencia hemisférica.
Las barreras
son formidables, pero, si logran remontarse, los resultados van a cambiar en
forma significativa el curso de la historia latinoamericana, y sus impactos
más allá de ella no serán pequeños.