por David Souto Alcalde
13 Junio 2025
del Sitio Web BrownstoneEsp





 

 

 

La 'democracia moderna'

es al día de hoy una deidad

en el nombre de la cual

se puede violar cualquier derecho

y cometer los crímenes más abyectos...

 



Por mucho que se intenten ocultar, los cadáveres acaban siempre apareciendo.

 

Si la democracia moderna parece haber entrado en crisis y abrazar formas totalitarias es porque está volviendo a su cauce y mostrándose como lo que siempre fue:

un régimen despótico al servicio de la Revolución Industrial y de sus ansias imperialistas.

La única diferencia es que ahora la democracia, en fase terminal y con su ciclo histórico acabado, lucha a cara descubierta contra todos aquellos que se le resisten - o, más bien, se le pudieran resistir - en su proceso desesperado de adaptación a la Revolución Digital.

 

Identificar democracia con totalitarismo, homogeneización forzada o despojamiento de derechos individuales y familiares puede parecer algo contraintuitivo, cuando no una peligrosa boutade (broma) de alguien que quisiese imitar a Salvador Sostres, Jano García o ácratas y filosoferos por el estilo que desprecian a las mayorías en nombre de unas minorías iluminadas.

Pero ni una cosa ni la otra.

 

La relación entre democracia y totalitarismo queda patente si atendemos al hecho de que el largo siglo XX, el llamado siglo de la democracia, ha sido el siglo de los exterminios.

 

Podemos considerar que comenzó en 1915 con el genocidio de los armenios a manos del Comité de Unión y Progreso - que pretendía llevar a cabo en el Imperio Otomano una homogeneización al son del código civil napoleónico - y que está llegando a su fin con el genocidio de los palestinos que está efectuando Israel,

"la única democracia de Oriente Medio".

La democracia moderna ha apostado desde sus inicios ilustrado-protestantes, revolucionarios y napoleónicos por el fundamentalismo y la homogeneización forzada, sea mediante la creación de un estado mundial liberal o "de derechas" - en el que todos somos iguales en el mercado - o de uno socialista o "de izquierdas" - en el que todos somos iguales en el estado - hasta desembocar en una fusión de los dos extendida hoy por numerosos puntos del planeta.

Si sometemos a análisis los distintos genocidios cometidos a lo largo del s. XX, desde el nazi hasta el de la Kampuchea Democrática (Camboya) pasando por el estalinista, nos daremos cuenta de que en todos los casos se llevan a cabo matanzas en nombre de un nuevo orden revolucionario pretendidamente racional y amparado en el bien común de un pueblo elegido.

 

Podemos discutir, claro, si estos regímenes totalitarios, beben más del modelo "democrático" de la Revolución Francesa como sucede con el III Reich o la URSS, o del de la teocéntrica Revolución Americana y su parafernalia de destinos manifiestos como sucede en el caso de Israel.

 

No olvidemos, en este sentido, que si los EE.UU. se impusieron sobre un territorio que no les pertenecía mediante un innegable genocidio indígena, el Israel sionista intenta hacer lo mismo desde hace más de setenta años en Palestina.

Sea de un modo u otro, detrás de la idea de democracia moderna tenemos el despotismo del Hegel que celebraba a Napoleón como el "espíritu del mundo" que "se extiende por el mundo y lo domina" imponiendo a fuego los valores homogeneizadores (me resisto a llamarlos igualitarios), o al Alexander Kojève que modernizando este totalitarismo revolucionario hegeliano imaginará y configurará la Unión Europea como el espacio democrático - y por eso poshistórico, poshumano y distópico - por antonomasia, en el que la política acabará siendo sustituida por la administración en nombre de un orden que convierte a los seres humanos en autómatas condenados a obedecer una vez que sus necesidades básicas están cubiertas.

 

Es decir, los grandes defensores de la democracia como emblema de la modernidad no entienden por democracia la proclamación y protección de derechos individuales y colectivos tal y como nos los imaginamos (individuos, familias, territorios), sino la destrucción de estos y su sustitución por un gran estado mundial homogéneo.

 

Cuestionar el totalitarismo de la democracia no significa, por eso, hacer un llamamiento a la desigualdad o hacer gala de una plebefobia decadente para sacar derechos políticos a la ciudadanía y centralizar las decisiones en un grupo de sabios.

 

Es justo todo lo contrario.

La democracia moderna, en definitiva, ha sido la metadona que la Revolución Industrial nos ha dado al pueblo llano para que nos desenganchemos de manera progresiva de los derechos y libertades que tuvimos en otro tiempo, pero de los que no podemos ya gozar de manera completa - nos dicen - dadas las exigencias gregarias del tecnificado mundo moderno.

 

Sin embargo, la democracia moderna es algo mucho más peligroso que eso.

 

Se trata de un fundamentalismo religioso, como supo ver Tocqueville en sus últimos años al someter a revisión alguna de sus tesis sobre la democracia mediante el análisis la Revolución Francesa como una forma de absolutismo, pues:

Quizás se podría decir mejor que ella misma se convirtió en una especie de religión nueva, religión imperfecta, ciertamente, sin Dios, sin culto ni vida eterna, pero que, no obstante, inundó toda la tierra con sus soldados, sus apóstoles y sus mártires igual que el islamismo.

Por provocador que parezca afirmarlo, lo cierto es que la democracia moderna,

nunca ha defendido el ejercicio ciudadano de la política (siempre ha intentado erradicar las formas políticas ciudadanas y estatales), ni la racionalidad (pensar más allá de ella es considerado tabú), y mucho menos el laicismo, pues siempre se ha presentado como un fundamentalismo religioso de carácter despótico y antiguo-testamentario que nos exige fe absoluta e innúmeros martirios (no cabe duda que tras la hecatombe covidiana, la guerra contra Rusia puede convertirse en uno de los mayores).

La democracia moderna es una deidad en nombre de la cual se puede violar cualquier derecho y cometer los crímenes más abyectos.

 

No en vano, los defensores del genocidio israelí en Gaza aseguran que Israel es "la única democracia de Oriente Medio" y que, por eso, puede defenderse como considere oportuno.

Pero si algo debiera sorprender hoy a los más incrédulos es que la democracia moderna, tomando como su plataforma privilegiada a la Unión Europea, está atacando cuatro principios que debieran ser incuestionables para cualquier defensor de los derechos ciudadanos y el bien común:

la libertad de expresión, el sufragio universal, la celebración de elecciones libres, y - algo obvio desde la implantación de políticas salubricidas como el Green Pass covidiano - la integridad física de todos y cada uno los ciudadanos (es decir, nuestra seguridad ante todo tipo de coacción o intimidación).

La libertad de expresión ha sido sometida a un asedio total en nombre de la adaptación de nuestras libertades a la Revolución Digital, destacando no solo legislaciones como el Digital Services Act, la persecución de periodistas en Alemania o la financiación pública de propaganda europeísta y anti-rusa, sino también la promesa de Ursula von der Leyen de crear un "escudo europeo para la democracia" que desplegará verificadores de información por doquier para evitar la contaminación informativa y la injerencia extranjera (es decir, para luchar contra la libertad de expresión).

 

Prueba de que esta guerra contra la libertad de expresión va en serio la tenemos en que hace poco el intelectual sistémico Jordi Gracia declaraba desde una gaseosa tribuna de El País la necesidad de acabar con la libertad de expresión para preservar la democracia y evitar malentendidos y engaños ciudadanos.

En lo que se refiere al ataque a las elecciones libres solo podemos concluir que este tiene visos de convertirse en costumbre dentro de la Unión Europea tras la inhabilitación de Georgescu en Rumania o la de Le Pen en Francia.

 

Pero lo que resulta, si cabe, aún más siniestro es la proliferación en los medios de declaraciones aparentemente sensatas y "demócratas" en contra del sufragio universal - es decir, propaganda plebéfoba y reaccionaria - para así evitar resultados indeseados como el Brexit o el triunfo de políticos similares a Trump.

 

Si Alan C. Grayling defiende reformar el sistema electoral para impedir la victoria de las opciones que él considera como abyectas, el politólogo Bryan Caplan se pasea por las páginas de los periódicos más importantes de nuestro país asegurando que para salvar la democracia de la ignorancia de la gente habría que limitar el derecho a voto a aquellos ciudadanos que sean capaces de pasar un examen de contenidos históricos y económicos.

 

Pero, fíjense ustedes qué casualidad y qué benevolencia, porque si alguien no entendió el mensaje, Máximo Pradera, el farándulas de sangre azul, salía hace un par de semanas cacareando lo mismo en un periódico digital sin que nadie le llamase a él, o a Copland, o a Grayling o a Von der Leyen fascistas.

Esto es algo hasta cierto punto comprensible, porque de aleccionar a ellos tendríamos que hacer lo mismo con nuestro querido rey eurócrata Felipe VI,

quien hace un par de semanas, desempeñando las funciones de "fontanero" cloaquero de la corrupta Von der Leyen, no solo le entregó un premio en el que ensalzó sus tejemanejes, sino que hizo un llamamiento a la persecución de todos aquellos que como quien esto escribe cuestionen la idoneidad de la Unión Europea...

Felipe VI, gangoso y valleinclanesco, parecía en ese minuto de infamia y ataque a la ciudadanía que no se pueden perder y debiera pasar a los anales de la traición monárquica, su antepasado Fernando VII arengando a los Cien Mil Hijos de San Luis para que se dispusiesen a invadir España y disciplinar a los disidentes.

 

Yo, qué quieren que les diga, no estoy en contra de la monarquía constitucional, pero la historia nos enseña que siempre que nos encontremos a un Borbón defendiendo la democracia tenemos que escapar corriendo.

 

 

 


La naturaleza reaccionaria y religiosa de la democracia moderna

Si algo explica los arrebatos despótico-demócratas de Felipe VI es la propia naturaleza de la democracia moderna, que ha sido profundamente reaccionaria desde sus inicios.

 

La democracia moderna no es una conquista civilizatoria, sino un invento ilustrado (volteriano para unos, montesquiano para otros) que pretende borrar gran parte de la historia occidental conocida (desde luego, tanto los orígenes católicos de la modernidad como sus raíces medievales) para instaurar un régimen político que tiene como mito fundacional una imposible y controvertida vuelta a la áulica Grecia.

 

En este sentido hay que decirlo bien claro:

discutir la democracia no supone apostar por la dictadura ni por ningún régimen militar (de hecho, democracia y dictadura forman un nudo gordiano moderno que las hace inseparables), ni mucho menos expresar nostalgia por un pasado idílico que, si en algún imaginario existe, es en el de la democracia y sus ínfulas lejanamente atenienses.

La idea de democracia no es más que un salafismo o puritanismo propio del protestantismo calvinista - una ideología supremacista - que busca una vuelta a los orígenes de cierta concepción de la cultura occidental, amparándose en teoremas de nuevo cuño sin una aplicación práctica efectiva como el de la división de poderes.

El origen protestante-calvinista de la democracia explica muchas de sus taras, además de su carácter, insisto, profundamente reaccionario, pues como señala Chesterton,

"el cisma del s. XVI [la Reforma protestante] fue en realidad una rebelión tardía de los pesimistas del s. XIII.

 

Fue un retroceso del viejo puritanismo agustiniano en contra de la liberalidad aristotélica".

En otras palabras,

si algo ha matado a la modernidad de base católica (igualitarista y racionalista) que, en muchos sentidos, sigue iluminando el mundo contemporáneo, ha sido el retroceso a las cavernas platónicas del protestantismo que ha triunfado geopolíticamente desde el s. XVIII.

Es por esta razón que la democracia moderna, en lugar de apostar por políticas racionales y por el perfeccionamiento de derechos ciudadanos y de una "división de poderes" reales existente en la Edad Media y sintetizada en los s. 16 y 17 en textos hispanos de carácter eminentemente contra-imperial, apuesta por un republicanismo platónico similar al de la Ciudad de Dios agustiniana pero en versión secularizada y humanamente deificada.

 

La democracia moderna defiende de esta manera la idea platónica de una república perfecta, estructurada en base a principios teóricamente intachables, como la división de poderes ilustrada, pero prácticamente ineficaces, que se sobreponen al ejercicio real de una política que debiera estar orientada al bien común y sujeta por necesidad a modificaciones.

 

De esta manera, los poderes se "dividen" entre una oligarquía a menudo aconchabada con poderes económicos externos y desligada del pueblo, despojando al súbdito, llamado ahora "ciudadano", de muchas de sus prerrogativas y derechos básicos.

La democracia moderna es, en este sentido, una religión sustitutiva con legiones de creyentes dispuestos a lapidar a aquel que ose criticarla.

 

En España han sido y siguen siendo, por ejemplo, muy influyentes las apologías teóricas de Antonio García-Trevijano por una democracia formal basada en la Revolución Americana.

 

Pero conviene señalar que, aunque Trevijano denuncie con razón el secuestro de la democracia por parte de la partitocracia (yo diría también que por parte del filantrocapitalismo y los grandes monopolios), sus tesis son un ejercicio reaccionario de platonismo ilustrado.

 

Trevijano, hipnotizado por la doctrina weberiana sobre la modernidad protestante, denuncia que hemos sustituido la verdadera democracia - la democracia política - por una concepción social de la misma centrada en la redistribución de la riqueza que se despreocupa de las libertades políticas.

 

Dicho de otra manera,

la confusión entre democracia social y democracia política impediría para Trevijano que emergiese el gran invento democrático americano y la buena nueva puritana de la modernidad: la libertad política.

Sin embargo, la idea de que pueda existir libertad sin propiedad (es decir, sin un régimen mínimo de justicia distributiva) es tan moderna como reaccionaria, amén de ser una burda derivación de la retrógrada división liberal entre una libertad positiva y una negativa.

 

Forma parte de una cosmovisión protestante-calvinista de la realidad que expropia las ideas universales de igualdad católico-ortodoxas y las reconvierte en formas de igualdad selectiva para los elegidos.

 

No debiera sorprender a nadie, por eso, asumir que la democracia formal y representativa ideada en los EE.UU. y celebrada por Trevijano en su forma originaria no ha "democratizado" la vida de sus ciudadanos, sino que ha erigido un sistema de castas por el que durante la mayor parte de la democracia americana minorías como los católicos o los judíos fueron perseguidos, mientras que la población negra era esclavizada o despojada de facto de derechos.

 

El empeño de Trevijano de establecer una relación entre el puritanismo y la defensa,

"de los eternos derechos naturales de libertad, de igualdad y de propiedad",

...es un disparate que reproduce el abc de la propaganda calvinista, empeñada en ocultar la fuerte rejerarquización de la sociedad que intenta imponer la democracia moderna tras las diversas teorías de la igualdad universal humana que eclosionan en el vasto mundo católico de los s. 16 y 17.

 

Si hay, repito, un país hoy en día que defiende una concepción formal y calvinista de la democracia como la americana, anclada en el destino manifiesto, el supremacismo de los elegidos y en un teocentrismo explícito pero blanqueado ("one Nation under God") es el Israel sionista.

¿Son EE.UU. o Israel, por cierto, las sociedades abiertas que el Occidente antinatalista y mascotista pretende oponer al fundamentalistamo islámico, pródigo en hijos, familias y enemigo de mascotas?

La democracia moderna es, en consecuencia, desde que ha emergido hace más de dos siglos (sea en forma de despotismo ilustrado, constitucionalismo liberal, democracia liberal o tecnocracia, entre otras) una religión sustitutiva.

 

Tiene una aspiración universalista en principio parecida a la que pudieran tener el cristianismo o el islamismo, pero su universalismo es imperialista, depredador y, por lo tanto, falso.

 

No defiende, como el cristianismo católico-ortodoxo, dogmas y derechos naturales que son efectivos en cualquier territorio pero que no exigen una sumisión política ni eliminan todo elemento diferencial.

 

Más bien al contrario, la democracia moderna en su lógica calvinista es una religión impostada pero caprichosa que cambia de manera arbitraria y en tiempo récord sus dogmas, privilegiando siempre los intereses de los países más fuertes, pues son las oligarquías de estos - nunca sus poblaciones - los que de verdad se aprovechan del merchandising democrático.

Si, por poner un ejemplo, el sanedrín "demócrata" decide que solo son demócratas - y por lo tanto merecedoras de derechos humanos y dignidad - las sociedades que tienen leyes del matrimonio homosexual, de autodeterminación de género o de protección animal - aunque ellos mismos no tuvieran estas leyes hace apenas unos años - todas las otras sociedades se considerarán inhumanas y podrán ser atacadas y privadas de sus recursos más esenciales en nombre de la democracia.

 

Si se considerase, por poner un caso, que solo son demócratas los países que otorguen a los animales el estatus de persona (como ha hecho Argentina con la orangutana Sandra), cualquier otro territorio que no hiciese lo mismo podría ser disciplinado.

 

Pero no solo eso...

Si sucediese que, por influencia de la cultura japonesa, convirtiésemos en señal de identidad de las sociedades demócratas la costumbre nipona de vender como objeto erótico bragas usadas convenientemente manchadas con orina, "caviar" o menstruo en máquinas expendedoras, cualquier país que no pusiese en práctica este volcánico y bacteriano intercambio comercial podría ser acusado de retrógrado y atacado sin piedad.

¿No me creen?

Recuerden como surgieron las Guerras del Opio, promovidas por el gobierno liberal de Gran Bretaña para blindar el derecho a que los chinos pudiesen drogarse a gusto sin que su iliberal y despótico país se opusiese al libre comercio de opio que, curioso, enriquecía a las oligarquías británicas y destrozaba a la sociedad china.

Por ser conciliadores, podríamos decir que la democracia ha funcionado, mal que bien, aunque utilizando ingentes dosis de sangre humana como carburante, como despótico ideal regulativo durante los últimos doscientos cincuenta años.

 

Sin embargo, una vez que la sociedad industrial de base protestante que la estructuró y dotó de una cierta filosofía ha entrado en crisis, la democracia no da para más y tiene serias dificultades para seguir hipnotizándonos.

 

Por eso, ante el estallido totalitario de la democracia, y justo antes de que esta pretenda implantar un estado homogéneo y universal, conviene preguntarnos,

si la "democracia" no se ha convertido más en una forma de superstición que nos esclaviza, que en una garantía mínima de derechos...