por David Souto Alcalde
La 'democracia moderna' es al día de hoy una deidad en el nombre de la cual se puede violar cualquier derecho y cometer los crímenes más abyectos...
Si la democracia moderna parece haber entrado en crisis y abrazar formas totalitarias es porque está volviendo a su cauce y mostrándose como lo que siempre fue:
La única diferencia es que ahora la democracia, en fase terminal y con su ciclo histórico acabado, lucha a cara descubierta contra todos aquellos que se le resisten - o, más bien, se le pudieran resistir - en su proceso desesperado de adaptación a la Revolución Digital.
Identificar
democracia con
totalitarismo, homogeneización forzada o despojamiento de
derechos individuales y familiares puede parecer algo
contraintuitivo, cuando no una peligrosa boutade (broma) de alguien que
quisiese imitar a Salvador Sostres, Jano García o ácratas y
filosoferos por el estilo que desprecian a las mayorías en nombre de
unas minorías iluminadas.
La relación entre democracia y totalitarismo queda patente si atendemos al hecho de que el largo siglo XX, el llamado siglo de la democracia, ha sido el siglo de los exterminios.
Podemos considerar que comenzó en 1915 con el genocidio de los armenios a manos del Comité de Unión y Progreso - que pretendía llevar a cabo en el Imperio Otomano una homogeneización al son del código civil napoleónico - y que está llegando a su fin con el genocidio de los palestinos que está efectuando Israel,
La democracia moderna ha apostado desde
sus inicios ilustrado-protestantes, revolucionarios y napoleónicos
por el fundamentalismo y la homogeneización forzada, sea mediante la
creación de un estado mundial liberal o "de derechas" - en el que
todos somos iguales en el mercado - o de uno socialista o "de
izquierdas" - en el que todos somos iguales en el estado - hasta
desembocar en una fusión de los dos extendida hoy por numerosos
puntos del planeta.
Podemos discutir, claro, si estos regímenes totalitarios, beben más del modelo "democrático" de la Revolución Francesa como sucede con el III Reich o la URSS, o del de la teocéntrica Revolución Americana y su parafernalia de destinos manifiestos como sucede en el caso de Israel.
No olvidemos, en este sentido, que si los EE.UU.
se impusieron sobre un territorio que no les pertenecía mediante un
innegable genocidio indígena, el Israel sionista intenta hacer lo
mismo desde hace más de setenta años en Palestina.
Es decir, los grandes defensores de la democracia como emblema de la modernidad no entienden por democracia la proclamación y protección de derechos individuales y colectivos tal y como nos los imaginamos (individuos, familias, territorios), sino la destrucción de estos y su sustitución por un gran estado mundial homogéneo.
Cuestionar el totalitarismo de la democracia no significa, por eso, hacer un llamamiento a la desigualdad o hacer gala de una plebefobia decadente para sacar derechos políticos a la ciudadanía y centralizar las decisiones en un grupo de sabios.
Es justo todo lo contrario.
Sin embargo, la democracia moderna es algo mucho más peligroso que eso.
Se trata de un fundamentalismo religioso, como supo ver Tocqueville en sus últimos años al someter a revisión alguna de sus tesis sobre la democracia mediante el análisis la Revolución Francesa como una forma de absolutismo, pues:
Por provocador que parezca afirmarlo, lo cierto es que la democracia moderna,
La democracia moderna es una deidad en nombre de la cual se puede violar cualquier derecho y cometer los crímenes más abyectos.
No en vano, los defensores del genocidio israelí
en Gaza aseguran que Israel es "la única democracia de Oriente
Medio" y que, por eso, puede defenderse como considere oportuno.
La libertad de expresión ha sido sometida a un asedio total en nombre de la adaptación de nuestras libertades a la Revolución Digital, destacando no solo legislaciones como el Digital Services Act, la persecución de periodistas en Alemania o la financiación pública de propaganda europeísta y anti-rusa, sino también la promesa de Ursula von der Leyen de crear un "escudo europeo para la democracia" que desplegará verificadores de información por doquier para evitar la contaminación informativa y la injerencia extranjera (es decir, para luchar contra la libertad de expresión).
Prueba de que esta guerra contra la libertad de
expresión va en serio la tenemos en que hace poco el intelectual
sistémico Jordi Gracia declaraba desde una gaseosa tribuna de
El País la necesidad de acabar con la libertad de expresión
para preservar la democracia y evitar malentendidos y engaños
ciudadanos.
Pero lo que resulta, si cabe, aún más siniestro es la proliferación en los medios de declaraciones aparentemente sensatas y "demócratas" en contra del sufragio universal - es decir, propaganda plebéfoba y reaccionaria - para así evitar resultados indeseados como el Brexit o el triunfo de políticos similares a Trump.
Si Alan C. Grayling defiende reformar el sistema electoral para impedir la victoria de las opciones que él considera como abyectas, el politólogo Bryan Caplan se pasea por las páginas de los periódicos más importantes de nuestro país asegurando que para salvar la democracia de la ignorancia de la gente habría que limitar el derecho a voto a aquellos ciudadanos que sean capaces de pasar un examen de contenidos históricos y económicos.
Pero, fíjense ustedes qué casualidad y qué
benevolencia, porque si alguien no entendió el mensaje, Máximo
Pradera, el farándulas de sangre azul, salía hace un par de semanas
cacareando lo mismo en un periódico digital sin que nadie le llamase
a él, o a Copland, o a Grayling o a Von der Leyen fascistas.
Felipe VI, gangoso y valleinclanesco, parecía en ese minuto de infamia y ataque a la ciudadanía que no se pueden perder y debiera pasar a los anales de la traición monárquica, su antepasado Fernando VII arengando a los Cien Mil Hijos de San Luis para que se dispusiesen a invadir España y disciplinar a los disidentes.
Yo, qué quieren que les diga, no estoy en contra de la monarquía constitucional, pero la historia nos enseña que siempre que nos encontremos a un Borbón defendiendo la democracia tenemos que escapar corriendo.
La democracia moderna no es una conquista civilizatoria, sino un invento ilustrado (volteriano para unos, montesquiano para otros) que pretende borrar gran parte de la historia occidental conocida (desde luego, tanto los orígenes católicos de la modernidad como sus raíces medievales) para instaurar un régimen político que tiene como mito fundacional una imposible y controvertida vuelta a la áulica Grecia.
En este sentido hay que decirlo bien claro:
La idea de democracia no es más que un salafismo
o puritanismo propio del protestantismo calvinista - una ideología supremacista - que busca una vuelta a los orígenes de cierta
concepción de la cultura occidental, amparándose en teoremas de
nuevo cuño sin una aplicación práctica efectiva como el de la
división de poderes.
En otras palabras,
Es por esta razón que la democracia moderna, en lugar de apostar por políticas racionales y por el perfeccionamiento de derechos ciudadanos y de una "división de poderes" reales existente en la Edad Media y sintetizada en los s. 16 y 17 en textos hispanos de carácter eminentemente contra-imperial, apuesta por un republicanismo platónico similar al de la Ciudad de Dios agustiniana pero en versión secularizada y humanamente deificada.
La democracia moderna defiende de esta manera la idea platónica de una república perfecta, estructurada en base a principios teóricamente intachables, como la división de poderes ilustrada, pero prácticamente ineficaces, que se sobreponen al ejercicio real de una política que debiera estar orientada al bien común y sujeta por necesidad a modificaciones.
De esta manera, los poderes se "dividen" entre
una oligarquía a menudo aconchabada con poderes económicos externos
y desligada del pueblo, despojando al súbdito, llamado ahora
"ciudadano", de muchas de sus prerrogativas y derechos básicos.
En España han sido y siguen siendo, por ejemplo, muy influyentes las apologías teóricas de Antonio García-Trevijano por una democracia formal basada en la Revolución Americana.
Pero conviene señalar que, aunque Trevijano denuncie con razón el secuestro de la democracia por parte de la partitocracia (yo diría también que por parte del filantrocapitalismo y los grandes monopolios), sus tesis son un ejercicio reaccionario de platonismo ilustrado.
Trevijano, hipnotizado por la doctrina weberiana sobre la modernidad protestante, denuncia que hemos sustituido la verdadera democracia - la democracia política - por una concepción social de la misma centrada en la redistribución de la riqueza que se despreocupa de las libertades políticas.
Dicho de otra manera,
Sin embargo, la idea de que pueda existir libertad sin propiedad (es decir, sin un régimen mínimo de justicia distributiva) es tan moderna como reaccionaria, amén de ser una burda derivación de la retrógrada división liberal entre una libertad positiva y una negativa.
Forma parte de una cosmovisión protestante-calvinista de la realidad que expropia las ideas universales de igualdad católico-ortodoxas y las reconvierte en formas de igualdad selectiva para los elegidos.
No debiera sorprender a nadie, por eso, asumir que la democracia formal y representativa ideada en los EE.UU. y celebrada por Trevijano en su forma originaria no ha "democratizado" la vida de sus ciudadanos, sino que ha erigido un sistema de castas por el que durante la mayor parte de la democracia americana minorías como los católicos o los judíos fueron perseguidos, mientras que la población negra era esclavizada o despojada de facto de derechos.
El empeño de Trevijano de establecer una relación entre el puritanismo y la defensa,
...es un disparate que reproduce el abc de la propaganda calvinista, empeñada en ocultar la fuerte rejerarquización de la sociedad que intenta imponer la democracia moderna tras las diversas teorías de la igualdad universal humana que eclosionan en el vasto mundo católico de los s. 16 y 17.
Si hay, repito, un país hoy en día que defiende una concepción formal y calvinista de la democracia como la americana, anclada en el destino manifiesto, el supremacismo de los elegidos y en un teocentrismo explícito pero blanqueado ("one Nation under God") es el Israel sionista.
La democracia moderna es, en consecuencia, desde que ha emergido hace más de dos siglos (sea en forma de despotismo ilustrado, constitucionalismo liberal, democracia liberal o tecnocracia, entre otras) una religión sustitutiva.
Tiene una aspiración universalista en principio parecida a la que pudieran tener el cristianismo o el islamismo, pero su universalismo es imperialista, depredador y, por lo tanto, falso.
No defiende, como el cristianismo católico-ortodoxo, dogmas y derechos naturales que son efectivos en cualquier territorio pero que no exigen una sumisión política ni eliminan todo elemento diferencial.
Más bien al contrario, la democracia moderna
en su lógica calvinista es una religión impostada pero caprichosa
que cambia de manera arbitraria y en tiempo récord sus dogmas,
privilegiando siempre los intereses de los países más fuertes, pues
son las oligarquías de estos - nunca sus poblaciones - los que de
verdad se aprovechan del merchandising democrático.
Si se considerase, por poner un caso, que solo son demócratas los países que otorguen a los animales el estatus de persona (como ha hecho Argentina con la orangutana Sandra), cualquier otro territorio que no hiciese lo mismo podría ser disciplinado.
Pero no solo eso...
¿No me creen?
Por ser conciliadores, podríamos decir que la democracia ha funcionado, mal que bien, aunque utilizando ingentes dosis de sangre humana como carburante, como despótico ideal regulativo durante los últimos doscientos cincuenta años.
Sin embargo, una vez que la sociedad industrial de base protestante que la estructuró y dotó de una cierta filosofía ha entrado en crisis, la democracia no da para más y tiene serias dificultades para seguir hipnotizándonos.
Por eso, ante el estallido totalitario de la democracia, y justo antes de que esta pretenda implantar un estado homogéneo y universal, conviene preguntarnos,
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