por Valentín Alejandro Ladra von Pepin
recibido por Email el 02 Julio 2012

 

 

Sucedió en 1980, cuando fui invitado a visitar la Mesopotamia y realizar estudios e investigaciones de su historia, antiguas civilizaciones y cultura, siendo periodista y escritor luego de fundar la primera revista esotérica/científica en Venezuela y Latinoamérica “Cábala”, en 1977.

 

Tenía 32 años y hace exactamente 32 años.

Después de haber estado en las entrañas de la mítica ciudad sumeria/caldea de UR, de donde supuestamente provino el patriarca Abraham, en sus cuevas de ladrillo blanqueado por el sol, pisando las arenas del tiempo, subiendo las escaleras del reconstruido Zigurat, días después de reconocer los antiguos portentos de Babilonia y los pantanos del sur, de haber navegado por el Tigris, el Eufrates en el norte kurdistaní, de Arbil, de las asirias Nínive y Nimrod, otrora palacio del Rey Asurbanipal, me encontré camino a un suceso extraordinario.

No sabía nada de la existencia de la antiquísima ciudad sumeria de ERIDUR

 

Cuando el guía Halman o Hamman, no recuerdo bien el nombre, que también era teniente del ejército iraquí, con quien hice una buena amistad, me habló de ella, me dije “por qué no”. No estaba lejos de UR. La carretera muy bien asfaltada terminaba en medio de la nada. Más allá sólo la arena y el desierto. Pero a mi derecha, a unos cincuenta metros, debajo de la arena, escombros y el polvo se erguía una impresionante mole en medio de la nada.

Caminé al lado de Halman pisando no sólo arena, sino también restos de alfarería y hasta trozos de huesos blanquecinos ya.

 

Alcancé la cima del Zigurat, totalmente cubierto por la arena y el tiempo milenario, pero que se sentía duro bajo mis pies. El cielo era claro, azul, soplaba una leve brisa y el aire era fresco del mes de Febrero, esa mañana.

Sólo unos aviones de combate a lo lejos interrumpían el silencio del lugar. Se preparaban para la inminente guerra con Irán. Luego de unos minutos regresó el silencio.

Me quise quedar unos minutos en la cima, extasiado por el desierto todo alrededor y sentir las emanaciones milenarias bajo mis pies. El guía comenzó a retirarse y me quedé ensimismado en el lugar. Mucha paz, casi sobrenatural. Y allí comenzó todo: a unos tres metros de donde me encontraba, sólo en la misma cima, comenzó a proyectarse, a elevarse una figura humana, un ser.

Su forma, delgada, subía con lentitud. Era calva y su túnica se ajustaba ligeramente a sus formas de hombre. De color azul grisáceo con ribetes en cuello y mangas, ornamentaciones doradas. Su brazo derecho, sus dedos, extendidos apuntaban hacia abajo, como queriendo decir “allí pertenezco, de aquí vengo”… u otra señal que en ese momento no comprendí.

Me sorprendió mi propia calma. En ningún momento sentí sobresalto, sino todo lo contario. ¡Era algo natural!

 

Miré al guía que ya estaba cerca del vehículo, donde Hadji, título honorífico por haber hecho la peregrinación a La Meca, el chofer, estaba parado esperando con la puerta abierta.

Y mi vista regresó a la visión. Allí seguía, y me miraba con su brazo derecho extendido hacia abajo, su túnica azul grisácea. La cabeza calva. Era delgado. ¿Quién era? ¿Me quería decir algo, un mensaje?

 

En esos instantes - la aparición habrá durado unos cinco minutos, lo que calculé por la distancia en el recorrido de Halman al coche - sorprendentes, puedo decir que me identifiqué con el ser, como si nos conociéramos.

 

¿Habrá sido por mi sangre ancestral? Mi abuelo materno nació en Bakú, Azerbaiyán, habiendo sido oficial cosaco del zar Nicolás, mi abuela rusa. Padre esloveno con ancestros españoles y venecianos. Y yo nací en la Argentina un día después de llegar el barco francés desde Italia al finalizar la Segunda Guerra Mundial.

Por eso nunca me sentí extraño ni extranjero en mis investigaciones por el mundo. Ni en Egipto ni en Stonehenge en Inglaterra, ni con los indios del Amazonas ni los aborígenes australianos. Ni cuando hacíamos excavaciones arqueológicas en Tall el-Hammam en el Valle del Jordán en 1985, donde fui jefe de sección.

Y se fue...

 

Regresé al coche y no me recuerdo de las conversaciones amables antes de regresar a Bagdad, al hotel Sheherezade donde me hospedaba. Dormí plácidamente, pero con una extraña sensación. Agradable, como si el tiempo no existiera.

Pero aquí no termina este evento extraño. Al día siguiente fui llevado al Museo Étnico del Hombre, donde se reflejaban las diferentes culturas antiguas, el Califato y otras existencias mesopotámicas.

 

Al entrar, casi de inmediato y a mi derecha me encontré con una figura cubierta con cristales grandes, donde había unos ladrillos como murito, alfarerías y otros implementos

Pero lo más impresionante fue la alta figura, erguida, delgada, calva, con una túnica azul grisácea y ornamentos dorados, que me hizo sostener del brazo de mi buen guía Halman.

 

La placa de bronce pulido decía en letras claras en inglés y árabe más abajo:

“Primer Gran Sacerdote del Templo Zigurat de ERIDUR, 5.000 años BC”.

¿El Enki de los Anunnaki de los antiguos textos sumerios de Zecharia Sitchin que se me apareció y me dejó mensajes? ¿Su descendiente? ¿Alto Sacerdote? ¿Yo mismo en otro tiempo y otro espacio?

 

Todos estos años sólo lo conté y narré en forma velada. Ni siquiera cuando entrevisté días después al director del Museo de Bagdad. Pasaron ya 32 años. Regresé allí en 1981 pero por otros motivos.

 

Este es el momento de difundir mi increíble experiencia.

 

Ya tengo 64 años. Y posiblemente sea un híbrido...
 

En el zigurat -templo- Ur de Caldea Sumeria, Irak

 

 

Babilonia, Irak 1981