por David Souto Alcalde
30 Julio 2025

del Sitio Web BrownstoneEsp

 

 

David Souto Alcalde

es escritor y doctor en Estudios Hispánicos por la Universidad de Nueva York (NYU). Ha sido profesor de cultura temprano moderna en varias universidades estadounidenses. Especializado en la historia del republicanismo y en las relaciones entre política, filosofía y literatura, en los últimos años se ha centrado en explorar los fundamentos del autoritarismo contemporáneo: tecnocracia, poshumanismo y globalismo. Es colaborador habitual de distintos medios y miembro fundador de Brownstone España.

 

 

 

 

 

 


La democracia moderna

es indisociable de la

expropiación de riquezas y derechos.

Si en el siglo 19 despojó a

los campesinos de las tierras comunales,

hoy pretende entregar

nuestros cerebros a la IA...



 

Hace apenas un par de semanas Elon Musk lanzaba una advertencia:

los seres humanos debemos modificar "el ancho de banda de nuestra corteza cerebral",

...para hacerlo compatible con el de los ordenadores con el fin de que,

"la voluntad colectiva de la humanidad coincida con la voluntad de la inteligencia artificial".

Podemos hacer aspavientos, desgañitarnos y hasta publicar memes en Internet poniéndole un bigotillo hitleriano a ese patriarca con testículo de platino que quiere repoblar el mundo con sus mil y un hijos llamado Elon Musk, pero convendría reconocer que sus declaraciones, hechas mediante la despótica retórica rousseauniana de la voluntad general, son una defensa acérrima - y, desde luego, una actualización - de los principios rectores de la democracia moderna...

La democracia moderna se ha dedicado desde sus inicios a expropiar bienes y derechos naturales a la población para cambiarlos, a la fuerza, por toda una chamarilería de derechos formales que, si nos ajustamos a la cruda realidad, deberíamos más bien denominar derechos aspiracionales.

El caso español es paradigmático.

El parlamentarismo liberal que se gesta a partir de 1810 va de la mano de un plebiscita proceso de desamortización, que no solo expropia los bienes a la Iglesia con trágicos efectos sociales, sino que hurta de manera directa las tierras comunales a los campesinos mediante una oleada de desamortizaciones civiles (desconocidas hoy en día por la mayor parte de la población) que alcanzan su punto álgido con la impulsada por Madoz en 1855.

 

Por causa de este robo legalizado de la tierra y el pan por parte del Estado liberal y sus amigos, las revueltas campesinas comienzan a ser tan habituales que en 1844 se crea la Guardia Civil para reprimir a todos los plebeyos que, por defender los derechos de sus familias y vecinos, pasarán a considerarse como bandoleros y enemigos del interés público.

La desamortización muestra de manera clara la relación existente entre la democracia y una concepción perversamente liberal del mercado, mediante la cual el estado no es ya el representante de la población sino de intereses ajenos a ella.

De hecho, las tierras comunes se le extirpan a la mayoría campesina por considerar que son tierras inútiles, pues en su forma minifundista tienen como fin, únicamente, servir de sustento a las familias y no ser explotadas como latifundios en los que se optimice la productividad (digamos, el PIB) por encima de la vida y el bienestar de los ciudadanos de carne y hueso.

La libertad real de la que los campesinos gozan gracias a estas tierras se considera ilegítima y es sustituida por una concepción liberal del derecho anclada en una idea ilusoria de propiedad privada.

 

Prueba de ello es que la desamortización civil, en lugar de promover un reparto de tierras, ocasiona la concentración de tierras comunales en manos de grandes terratenientes, que o bien someten a condiciones de esclavitud disfrazadas de régimen asalariado a los campesinos o los destierran, obligándolos a emigrar como proletarios a las ciudades para servir a la industria.

Como resultado, la democracia moderna se dedicará, desde el siglo 18 hasta nuestros días,

a prometer solventar los males que ella misma ha causado y, lo que es peor, a achacárselos a los periodos históricos modernos anteriores a ella (insisto en lo de "modernos" por promotores de ideas prudentes, que no milenaristas, de universalidad, igualdad, meritocracia y desarrollo).

Por eso, no debemos dejarnos llevar por las apariencias y malinterpretar como anti-demócrata la advertencia de Elon Musk sobre,

la necesidad de que desamorticemos nuestros "inútiles" cerebros (minifundios cognitivos, al fin y al cabo, viene a decir, que solo nos sirven para vivir de manera anónima y morir al cabo de cierto tiempo).

La idea homogeneizadora y expropiadora de Musk es la de la democracia moderna, solo que adaptada a los tiempos del poshumanismo y la revolución digital.

 

La intención, proclamada por ilustres poshumanistas desde hace décadas,

es crear un gigantesco latifundio cognitivo en el que los ciudadanos del siglo XXI nos confundamos con la IA y perdamos los derechos sobre nuestros propios cerebros de la misma manera que los campesinos del siglo XIX perdieron sus inalienables prerrogativas sobre la tierra que los había sustentado a lo largo de toda la Edad Media y la primera modernidad.

Pensemos que en reacción a esta amenaza tan real como demente el parlamento chileno ha aprobado, por ejemplo, una enmienda constitucional en 2021 que protege los neuro-derechos de sus ciudadanos.

De idéntica manera a lo propuesto con las desamortizaciones del siglo XIX, el objetivo de este ataque a nuestra integridad cerebral es,

la consecución de una distópica libertad que debemos abrazar como ideal a pesar de que nos esclavice...

Paradójicamente, no se trata ya de conquistar la propiedad privada a costa de la propiedad mancomunada (la pequeña propiedad es ahora la gran enemiga a batir) sino de adquirir una capacidad digital-cerebral de procesamiento de datos paródicamente mefistotélica, además de lograr una supuesta inmortalidad para nuestros descendientes y conquistar el universo.

 

Según Ray Kurzweil, director de ingeniería de Google una vez que nos fundamos con la IA nos convertiremos, de hecho, en dioses que impondrán orden, nada más y nada menos, que a "las leyes del torpe y estúpido universo", puesto que en apenas unos años,

"una vez que los científicos sean un millón de veces más inteligentes e investiguen un millón de veces más rápido, una hora resultará en un siglo de progreso de acuerdo a los parámetros actuales".

El origen de estos delirios humanicidas que solemos confundir con el progreso (no hay "progreso" sin prudencia, sin el acatamiento de la finitud humana y sin conciencia de la posibilidad real de una involución) es la democracia moderna.

 

Como ya he señalado en otros artículos, la democracia moderna es una creación integristamente calvinista al servicio de la Revolución Industrial y el imperialismo depredador que ha jugado con nuestras ansias republicanas para traicionarlas y atentar, una vez tras otra, contra la mayoría, especialmente en los periodos en los que más presumía defenderla.

 

Recordemos, por ejemplo, en el caso de España, las privatizaciones masivas de empresas públicas (es decir, una nueva desamortización) llevadas a cabo por el PSOE una vez que se hizo con el timón del régimen del 78, y su demócrata continuación por parte del PP.

 

No se trata en ningún caso, por si alguien se confunde, de que dictaduras como la de Franco hayan sido un antídoto contra los excesos de la democracia, sino que, como ya he explicado en otras ocasiones, la dictadura es una forma de despotismo (cuando no de totalitarismo) indisociable de la lógica religiosa de la democracia moderna.

De hecho, si la democracia moderna va de la mano de la dictadura es porque ambas están basadas en la voluntad general rousseauniana a la que apela Musk en su advertencia sobre la necesidad de que compatibilicemos nuestra voluntad colectiva con la de la IA.

 

La voluntad general no es, contra lo que algunos creen, la suma de voluntades individuales, sino la voluntad del Estado como ente homogeneizador y modernizador.

 

Por eso, el calvinista Rousseau se mostraba contrario, por ejemplo, al derecho de asociación mientras que Hegel, uno de sus mayores admiradores y continuadores, llegaría a defender en textos como La filosofía del derecho que:

En las naciones civilizadas la verdadera bravura consiste en la presteza con que uno se da por entero al servicio del Estado, de tal modo que el individuo no sea sino uno entre muchos.

 

Ningún valor personal significa nada: lo que importa es la autosubordinación a lo universal.
§ 327 (añadido)

 



El deseo Protestante como Motor de la Democracia

La democracia moderna apuesta por la conversión de los ciudadanos en seres gregarios que acaten sin rechistar la voluntad del Estado (¿no es una ejemplificación perfecta de esto la gastada UE, que se acaba de bajar las bragas ante Trump pero que disciplina con látigo a sus ciudadanos?) por la sencilla razón de que está enteramente fundada en la negación protestante del libre albedrío.

 

La democracia moderna no cree en las libertades individuales reales, sino que mediante la teoría de la predestinación acaba convirtiendo al ser humano que se considera elegido, y es reconocido como tal por el "Poder", en un falso dios que mediante la conformación de un Estado-matón-de-elegidos (véase EE.UU. o la sionista Israel) cree ser capaz de convertir sus deseos más oscuros en realidad.

El deseo es, de hecho, el elemento más importante para entender las causas de la debacle de la democracia moderna.

 

Según el mito del amo y del esclavo de Hegel, el deseo de reconocimiento del esclavo por el amo, y viceversa, es fundamental para comprender la conformación de las sociedades humanas y el avance dialéctico de la Historia hasta llegar a una sociedad perfecta como la que representaría la democracia implantada a modo de bomba racimo en todo el planeta por el código civil napoleónico.

 

De acuerdo al Hegel que popularizó Alexandre Kojève en Introducción a la lectura de Hegel, el amo y el esclavo se reconcilian en la figura del ciudadano, quien encuentra su libertad obedeciendo a las leyes de un Estado homogéneo universal - culmen de la democracia - que se extenderá por toda la tierra.

Conviene prestar más atención de la que se le suele dar a Kojève, pues se trata de una figura fundamental para entender la naturaleza despótica de la democracia, ya que no solo la teorizó, influyendo a toda una generación de intelectuales europeos, sino que la llevó a la práctica en su versión más cruda.

 

Según Fukuyama, si Kojève se dedicó a la alta burocracia durante buena parte de su vida y abandonó la labor intelectual fue para,

"supervisar la construcción [de la Unión Europea] como hogar final del último hombre",

...en el que, como Estado homogéneo universal, la política tendría que ser sustituida por la administración y las fronteras nacionales, disueltas.

Kojève no se anda con medias tintas y deja claro a Leo Strauss en una carta fechada el 19 de septiembre de 1959 que en este Estado homogéneo universal, que es bueno simplemente porque es la última fase de la Humanidad, el ser humano como tal deja de existir y es sustituido por,

"autómatas saludables" que están "satisfechos" practicando deportes, artes o abandonándose al erotismo, mientras que "aquellos autómatas enfermos [que están disconformes] son encerrados".

En otra carta de 1955, pero dirigida a Carl Schmitt, Kojève explica que el Estado homogéneo universal ha ido avanzando a lo largo de la Humanidad gracias al impulso de grandes hombres,

pasando de Alejandro Magno a Napoleón, y de Napoleón a Stalin ("el Alejandro Magno de nuestro mundo, el Napoleón industrializado")...

Kojève explica, además, sin el menor sonrojo, que,

"Hitler fue una versión nueva, ampliada y mejorada de Napoleón" pero que "desafortunadamente Hitler llegó 150 años tarde".

De todos modos, Kojève, autor del panfleto "Marx es Dios, y Ford su profeta", considera que el fin de la historia ya ha llegado y que el Estado homogéneo universal es imparable y acabará aunando la sustitución de la política por la administración propia de la URSS, y el desarrollo industrial característico de una sociedad sin clases como lo era para él los EE.UU. de su época.

Pese a los vítores de su ingente legión de admiradores, la lectura de Kojève permite adentrarse en las profundidades de la psicopatía política democrática, pues lejos de lamentar la animalización del ser humano, cree que esta supone una vuelta al estado previo al pecado original en el que,

"los animales poshistóricos de la especie Homo sapiens (que vivirán en la abundancia con total seguridad) estarán contentos en función de su comportamiento artístico, erótico o lúdico" pues,

...habría que admitir que, tras el final de la Historia, los hombres construirían sus edificios y sus artefactos como los pájaros construyen sus nidos y las arañas tejen sus telarañas, que ejecutarían conciertos musicales a la manera de las ranas y las cigarras, que jugarían como juegan los cachorros y que se entregarían al amor como lo hacen los animales.

 

Kojève llegará a matizar su postura, afirmando que la animalización del Homo sapiens no será total, pero manteniendo que ese final de la Historia en el que no hay más horizonte que un Estado homogéneo universal al que obedecer ya ha llegado.

 

Sin embargo, si por algo debieran preocuparnos las tesis de Kojève es por su intencionalidad y suicida deificación del ser humano, pero no tanto por su contenido, que ilumina de manera tan objetiva como trágica el devenir de los últimos doscientos años.

 

Es, de hecho, innegable, que con la deriva deshumanizadora del arte no figurativo el ejercicio del ingenio humano ha caído en automatismos inhumanos e irracionales similares a los descritos.

 

Por otra parte, las tesis de Kojève muestran como autoevidente que la lógica milenarista de la democracia moderna, irremediablemente totalitaria, acoge en su seno proyectos en apariencia tan diversos, pero tan similares, como el constitucionalismo liberal, la democracia liberal, el comunismo o las dictaduras militares.

 

En todos los casos se trata de convertir los deseos en presuntas realidades, buscando un final de la historia que imponga el reino de un dios poshumano (aunque furibundamente vengativo) en la Tierra.

El comunismo, que hoy en día parece estar de vuelta en una versión paródica a manos del globalismo al estilo del "no tendrás nada, pero serás feliz" promovido por instituciones como el Foro Económico Mundial (FEM), ejemplifica a la perfección la manera en que ideales ideológicos modernos aparentemente antitéticos forman parte de un mismo ecosistema democrático-protestante.

 

El comunismo no ha sido más que el caballo de Troya que el liberalismo ha utilizado para adentrarse, con un mensaje universalista e igualitario, en todas las culturas y continentes que nunca se identificarían con el egoísta individualismo liberal impulsor de la Revolución Industrial (es decir, la totalidad del planeta exceptuando los territorios protestantes).

 

Por eso el comunismo, en lugar de aceptar que los deseos son motores de búsqueda humana que hay que domar, hizo suyo el milenarismo calvinista de los elegidos y prometió nada más y nada menos que cumplir de manera total, como si fuese una divinidad, el legítimo deseo de justicia proletaria por medio de un fin de la historia en el que no existirían las clases sociales, no habría necesidad y reinaría la "libertad", aunque ese final de la historia solo pudiese perseguirse con la misma receta fallida empleada por el liberalismo:

a base de sangre y violencia, pero abonando el terreno para el expolio de bienes y derechos ciudadanos.

Sin embargo, si para algo nos sirve la Historia es para volver a escuchar las alertas que nuestros antepasados nos lanzaron, aun cuando pretendamos olvidarlas.

 

Entrados ya en el siglo 19, poco después de que el protestante Hegel mostrase su fascinación con la revolución napoleónica y anunciase el fin de la historia, el católico Tocqueville, que se había entusiasmado con la Revolución americana, alertaba en Revolución y Antiguo Régimen de que la novedad de la revolución no era tal, sino que consistía en la aplicación generalizada del absolutismo que la había incubado.

 

Tocqueville llegará a calificar la revolución como un integrismo religioso similar al más furibundo islamismo y a reconocer, decepcionado, que, tras hurgar en archivos, había podido comprobar que existía más democracia orgánica en los pueblos más recónditos de la Alemania feudal de la Edad Media que en el propio siglo 19 en el que escribía.

Resaltar la diferencia entre el enfoque protestante calvinista y el católico en lo referente a la idea de revolución republicana es fundamental, pues ambos credos conforman, con distintas intensidades, el caldo de cultivo igualitario del siglo 17 del que surge la segunda fase de la modernidad que ahora parece estar llegando a su fin.

 

Si la primera modernidad, promotora de ideales igualitarios y republicanos, es eminentemente católica, la segunda, anclada en presupuestos discriminatorios que llevarán a doctrinas como la del Destino Manifiesto, será radicalmente protestante.

 

La principal divergencia tiene que ver, como anunciaba anteriormente, con la concepción del deseo que maneja cada uno de estos credos.

 

En la cosmovisión católica el deseo es reconocido como fundamental pero nunca puede ser cumplido de manera total por limitaciones intrínsecas al ser humano.

 

En este sentido, textos como La Celestina nos mostrarán, por ejemplo,

una lucha de clases no marxista que evidencia conflictos movidos por un deseo humano y multiforme que solo podrá llegar a ser domado mediante la prudencia, pero que nunca podrá llegar a ser cumplido o "solucionado" en su totalidad, pues tal sueño icárico acabará siempre, si intenta efectuarse, en un baño de sangre y sufrimiento.

En la cosmovisión protestante sucede lo contrario:

todo deseo puede llegar a realizarse porque la comunidad de seres humanos elegidos ha llegado a suplantar a Dios y cree que el poder político que ejerce mediante la violencia modifica la realidad.

Dicho de otra manera:

la visión católica del mundo es tan realista como trágica, y se basa en una filosofía vitalista llamada desengaño.

Por eso, para un católico, el mito hegeliano del reconocimiento en el que existe un amo y un esclavo no tiene sentido, pues la existencia no necesita ser reconocida en base a ningún sofisma cartesiano ni está supeditada de raíz a ninguna fuerza humana supremacista.

 

La existencia viene dada y la libertad consiste en aceptar las limitaciones que implica existir y explorar en base al libre albedrío el ámbito de lo humanamente posible.

 

Por eso, entre las muchas alternativas de base católica al mito hegeliano del reconocimiento nos encontramos, por ejemplo, con El Criticón de Gracián, en el que Critilo, hombre del Viejo mundo, y Andrenio, proveniente del Nuevo mundo, se funden en una síntesis en la que no hay amos ni esclavos, sino la asunción como iguales de una finitud común y de una vida que solo es libre si explota la gran categoría ética del cristianismo y la literatura de los Siglos de Oro españoles:

el anonimato...

La inmortalidad para los protagonistas de El Criticón no vendrá dada por ningún delirio poshumano, sino por la trascendencia que supone el amor (siempre anónimo), aunque también, en el terreno de la fama, por las obras de ingenio que pueden legarse a generaciones posteriores manteniendo viva así la llama ética de la Humanidad.

El anonimato, gran olvidado de nuestra época ególatra de selfies y acciones públicas, es reconocido como base de una verdadera existencia humana en el "Sermón de la montaña" incluido en el Evangelio según San Mateo, en donde Jesucristo indica claramente que se ha de rezar, dar limosna o ayunar en secreto.

 

Una de las novedades del protestantismo consistirá en ignorar de facto este mandato, promoviendo la sobreexposición pública de la virtud como un ideal ético, pese a que esto suela ser muestra de hipocresía e implique una deificación humana.

La manera más clara para apreciar la diferencia entre la cosmovisión católica y la protestante y cómo afecta a nuestro presente es probablemente leer dos textos coetáneos que forman parte de nuestro imaginario cultural:

Don Quijote, de Cervantes, y Hamlet de Shakespeare.

Si tienen la oportunidad de pasar tiempo entre clásicos durante este periodo vacacional no dejen de hacer un careo.

Mientras que Don Quijote cae derrotado a las primeras de cambio, pero manifiesta, ante un buen vecino que cuestiona su nueva identidad, que "Yo sé quien soy" - reescribiendo en clave verdaderamente humana el "Yo soy el que soy" de Yahvé - Hamlet pone en duda las bases de la existencia, flirteando con el suicidio en el famoso monólogo "To be or not to be".

La diferencia es abismal, pues mientras en Cervantes nos encontramos con una afirmación de la existencia, que no necesita ser reconocida pero que acepta sus coordenadas naturalmente humanas, en Shakespeare asistimos a una deicida apología del suicidio en la que Hamlet llega a afirmar que si no fuese por el terror irracional a,

"que exist[a] alguna cosa más allá de la Muerte" dejaríamos de ser cobardes, pues "la natural tintura del valor / se debilita con los barnices pálidos de la prudencia / las empresas de mayor importancia / por esta sola consideración mudan camino,/ no se ejecutan y se reducen a designios vanos."

El desbarranque civilizatorio al que nos está llevando la democracia moderna proviene precisamente de haber abandonado la prudencia y haber intentado ejecutar durante los últimos doscientos años mediante una concepción totalitaria del Estado esas "empresas de mayor importancia" de las que habla Hamlet que, aun siendo en realidad, "designios vanos", quisieron convertirse contra toda lógica y derecho en realidades.