por Andreas Moritz
Marzo 2012
Extraído de 'Las Vacunas, sus Peligros y Consecuencias'

Información enviada por CFGO
 

 

 

 



Tal vez éste sea el testimonio más irrefutable - aunque irónico - contra las vacunas, una confesión por parte nada menos que del hombre que desarrolló la primera vacuna contra la poliomielitis:

la vacuna de polio-virus inactivados o VPI.

El doctor Jonas Salk - según se citó en la revista médica Science en 1977 - admitió ante un subcomité del Senado de Estados Unidos que,

la inoculación en masa contra la polio fue la causa de la mayoría de los casos de esta enfermedad por todo el país desde 1961.

Salk también dijo que,

"las vacunas de "virus" vivos contra la gripe o la poliomielitis pueden producir en cada caso la enfermedad que se pretende prevenir", y que "los "virus" vivos contra el sarampión y las paperas pueden producir efectos adversos como la encefalitis";

...la cual, como sabes, es una inflamación del cerebro. Hay muchas interpretaciones del testimonio de Salk.


Sus partidarios señalan que el científico se estaba refiriendo a la forma "viva" - o de administración por vía oral - de la vacuna contra la polio desarrollada por el doctor Albert Sabin en 1957 y no a su propia VPI, que había creado cuatro años antes.


Sin embargo, aun cuando esto último sea cierto, es alarmante oír a un científico que ha hecho historia en este campo decir que una vacuna - cualquier vacuna - administrada a amplios sectores de la población humana puede ocasionar mortandad elevada; o, para el caso, que pueda causar aunque sea una sola muerte.


Volveremos a hablar de esta controversia en el capítulo 2, "Errores de bulto históricos".

 

Pero, por ahora, basta decir que debido al testimonio de Salk la premisa misma de la teoría de la vacunación sufrió un duro golpe.

 



1. Definición de enfermedad

Antes de demostrar cómo las vacunas causan la enfermedad en lugar de prevenirla, definamos el concepto de "enfermedad" en el contexto de las vacunas y la inmunidad.


Hace mucho que se sabe que, en algunas enfermedades como el sarampión, la varicela y la escarlatina, generalmente basta un solo brote para proporcionar inmunidad de por vida al individuo.

 

Es extremadamente raro que alguien sufra un segundo episodio de sarampión o escarlatina.

 

¿A qué se debe esto?

 

Pues a que la naturaleza ha dotado al organismo humano con un maravilloso sistema defensivo - la inmunidad innata - que lo protege al ponerse en marcha después de sufrir un episodio de una enfermedad en particular.


Hasta que la ciencia moderna desentrañó los secretos del sistema inmunológico, los conceptos de la medicina formulados en el siglo XIX se basaban en parte en los conocimientos y el punto de vista del antiguo médico griego Hipócrates.


Según Hipócrates, una enfermedad se manifiesta a través de indicios y síntomas que viajan desde los órganos vitales internos y el torrente sanguíneo hasta la superficie del cuerpo.

Estos síntomas externos se manifiestan como síntomas visibles, tales como el sarpullido o una emisión de sangre, mucosidad o pus.

Este proceso de "librarse" de una enfermedad se consideraba una respuesta curativa natural que devolvía el cuerpo a su estado de equilibrio.

 

Y sólo tenía lugar una vez que los venenos producidos por dicha enfermedad se cocían y digerían (proceso llamado pepsis) durante la inflamación.

Las astutas observaciones de Hipócrates fueron corroboradas posteriormente por la ciencia moderna, que descubrió que los verdaderos mecanismos de la infección, la inflamación y la curación siguen esta misma línea.


Los síntomas de la enfermedad pueden ciertamente ser causados por patógenos como las bacterias y los "virus". Pero también se nos ha enseñado a considerarlos como enemigos que tenemos que combatir.

 

El hecho es que la enfermedad no comienza cuando nos vemos expuestos a una bacteria o "virus" o somos infectados por ellos, sino cuando nuestro organismo empieza a responder a un patógeno o al proceso inflamatorio-infeccioso que éste pone en marcha.

 

Esto quiere decir que la enfermedad equivale a curación, pues es la manera que tiene el cuerpo de retornar a un estado de equilibrio (proceso que se denomina homeostasis).

 

La enfermedad es un indicio seguro de que el organismo está inmerso en la tarea de corregir un estado subyacente que es desfavorable para su eficiencia y supervivencia.


Es crucial entender bien esto, porque pone patas arriba la base misma sobre la que descansa la teoría de la vacunación. La respuesta inflamatoria del cuerpo humano a la enfermedad es, de hecho, un proceso curativo.

 

Los síntomas de la enfermedad representan el intento del cuerpo de hacer frente a la acumulación de toxinas, productos de desecho y células debilitadas o dañadas.

Los llamados patógenos ayudan al cuerpo a destruir y eliminar estos materiales potencialmente nocivos, devolviéndolo a un estado saludable de equilibrio.

Además, la magnitud de la respuesta corporal, o la gravedad de la enfermedad, no sólo está influida por la magnitud de la infección resultante, sino también por la resistencia de su sistema inmunológico.


La fuerza curativa empleada por el organismo está influida a su vez por diversos factores, como el estado emocional del individuo, su base espiritual, la dieta, el estilo de vida, el entorno, etc.

 

De lo que claramente no depende es de si hemos sido vacunados o no contra agentes infecciosos.


Si el sistema inmunológico está débil, el cuerpo se congestiona e intoxica; o viceversa. Como consecuencia, es probable que los patógenos invadan el organismo y comiencen el proceso de desintoxicación (es decir, la enfermedad); sin embargo, la mayoría de las "invasiones" de gérmenes ocurren silenciosamente, sin llegar a molestarnos siquiera.

 

Piensa en ello...

 

El cuerpo humano está expuesto a una multitud de patógenos todos los días, algunos de los cuales son agentes de enfermedades (supuestamente) mortales.

 

Si las invasiones de gérmenes fueran sinónimo de enfermedad y muerte, la mayoría de los seres humanos no sobrevivirían mucho tiempo.

 

Teoría germinal

Sin embargo, el científico francés del siglo XIX Louis Pasteur formuló su famosa,

teoría germinal de las enfermedades infecciosas, que se convirtió desde entonces en la piedra angular de la medicina moderna y la vacunación, basándose precisamente en este supuesto.

Pasteur fue el primer investigador que sugirió que las enfermedades eran causadas por gérmenes.

 

Según él, los gérmenes o patógenos "andan detrás" de nosotros porque necesitan vivir a nuestra costa por su propia supervivencia.

 

En un principio creyó que las enfermedades infeccioso-inflamatorias eran el resultado directo de que los gérmenes se diesen un festín con nosotros; pero se retractó de esta teoría en el momento de su muerte.


En los estudios microscópicos de tejidos infectados con tales enfermedades, Pasteur, Robert Koch y sus colegas observaron reiteradamente que los gérmenes proliferaban mientras que muchas de las células huéspedes morían.

 

Estos investigadores concluyeron que los gérmenes atacan y destruyen células sanas y que de ese modo inician un proceso patológico en el organismo.


Aunque la suposición de Pasteur resultara ser errónea, ya se había abierto camino en el mundo de la ciencia y había sorbido el seso de investigadores y médicos, de manera que el mito de que "los gérmenes causan infección y enfermedades" se convirtió en una indiscutible realidad.

 

Hoy día, esta idea sigue prevaleciendo como una "verdad científica" fundamental en el sistema médico moderno.

Pasteur podría haber llegado con la misma facilidad a la conclusión de que las bacterias se sienten atraídas de forma innata por los lugares donde abundan las células muertas, al igual que les atrae la materia orgánica en descomposición presente en otras partes de la naturaleza.


Las moscas, las hormigas, los cuervos, los buitres y, naturalmente, las bacterias se sienten todos ellos atraídos por la muerte. Ésta es una ley innegable de la naturaleza.

 

¿Por qué habría de ocurrir de otro modo en nuestro cuerpo?

 

Las células débiles, dañadas o muertas del organismo humano son tan propensas a la infección o gérmenes como una fruta demasiado madura o con macas.


Pasteur y todos los investigadores que siguieron sus pasos decidieron considerar los gérmenes como depredadores o como carroñeros.

 

Si hubieran supuesto que las células mueren sin motivo bioquímico aparente (como en el caso de un aumento de la toxicidad), nuestra forma actual de considerar las enfermedades y la salud sería muy diferente.


La teoría de Pasteur, según la cual "los gérmenes equivalen a enfermedad", ignoró de plano - o al menos subestimó - el sistema inmunológico y sus formidables y a veces misteriosos poderes de sanación.



Por qué es errónea

El hecho es que las enfermedades infeccioso-inflamatorias no se pueden achacar a los gérmenes, sino a la variada fragilidad humana que hace necesarias las fuerzas de la decadencia y la muerte.


Es una cuestión de énfasis sutil.

 

Si bien los gérmenes sin duda intervienen en el proceso patológico, definitivamente no están empeñados en hacernos daño, como suponía Pasteur; ni son los verdaderos agentes causales de las enfermedades infecciosas.

 

Los gérmenes sólo se ponen agresivos con nosotros cuando se enfrentan a los venenos que creamos. Nuestro organismo no combate los gérmenes porque sean el enemigo, lo mismo que éstos no libran batallas contra nuestro cuerpo.

 

De hecho, hay al menos 10 veces más bacterias que células humanas en nuestro organismo, y ninguna de ellas nos causa ningún daño.

Se estima que entre 500 y 1000 especies de bacterias viven en el intestino humano, y un número similar de ellas en la piel.

Tal y como se informó en la revista Annual Review of Microbiology, la flora humana es un conjunto de microorganismos, benignos o no, que residen en la superficie y las capas profundas de la piel, en la saliva y la mucosa bucal, en la conjuntiva y en el tracto gastrointestinal.

Entre ellos hay bacterias, hongos y arqueas (estas últimas son organismos unicelulares como las bacterias).

La relación entre los gérmenes y el ser humano no es meramente comensal (una coexistencia inocua), sino más bien mutualista o simbiótica.

 

Los microorganismos desempeñan una infinidad de funciones útiles, como fermentar los sustratos de energía sin usar, entrenar el sistema inmunológico, prevenir el crecimiento de especies parásitas, regular el desarrollo del intestino, producir vitaminas para el huésped (como la biotina y la vitamina K) y producir hormonas para inducir al huésped a almacenar grasas.

 

Ellos y nosotros nos necesitamos mutuamente.


Si el cuerpo se sobrecarga de toxinas y productos de desecho metabólicos atrapados, las células pueden sufrir una severa falta de oxígeno y nutrientes y resultar dañadas o morir.

 

La reacción inmune - como la fiebre o la merma de la energía - está destinada a librar al organismo de estas sustancias nocivas que en caso contrario podrían provocar finalmente el fallecimiento de todo él.

 

La presencia y la actividad de microorganismos destructivos (es decir, la infección) en esta situación, que fomenta la respuesta inflamatoria del cuerpo, no sólo es natural sino muy deseable.

Los microorganismos sólo se vuelven "patógenos" cuando la salud del organismo se deteriora.

La enfermedad se debe a condiciones insalubres como la acumulación de toxinas y productos de desecho; y, en la mayoría de los casos, la enfermedad en sí se convierte en la medicina que limpia los órganos, aparatos y sistemas afectados del cuerpo, devolviendo a éste la salud.


En situaciones de extrema toxicidad, grave congestión física o uso excesivo de medicamentos y vacunas,

el sistema inmunológico puede verse tan abrumado por las toxinas que trata de eliminar que puede no ser capaz de salvar la vida del individuo.

 

En el peor de los casos, el sistema inmunológico no responde en absoluto a los venenos ni a los gérmenes, así que no aparecen síntomas agudos de la enfermedad (fiebre, inflamación, dolor u otros indicios de infección).

 

Estos individuos no pueden contraer ni un simple catarro o una gripe, que le ayudarían a librarse de estas toxinas.

El resultado entonces es una enfermedad crónica debilitante, como,

  • la insuficiencia cardíaca congestiva

  • el lupus

  • la artritis

  • los llamados trastornos autoinmunitarios,

...y puede degenerar en la muerte.

 



2. La verdad acerca de los "virus"

En contra de lo que la medicina convencional quiere hacerte creer, los "virus" no matan a la gente.

 

Si alguien está enfermo y tiene un "virus" en su organismo, puedes estar seguro de que este último no es el causante. La enfermedad tiene que existir previamente para que el "virus" pueda aparecer.

Los "virus" están concebidos para inducir la curación, no la enfermedad.

Los síntomas que aparecen en el cuerpo debido al esfuerzo que hace para curarse (fiebre, dolor de cabeza, mareos, fatiga, etc.) no constituyen la 'enfermedad'...

 

El aumento de la temperatura corporal (fiebre), por ejemplo, es uno de los mejores métodos que tiene el organismo para aumentar la producción de células inmunológicas con objeto de encargarse de las toxinas; luego elimina las bacterias, los "virus" y los hongos cuando ya no son necesarios.


La gripe, por ejemplo,

es la etapa final en la curación de una enfermedad subyacente, que consiste en una acumulación de toxinas, medicamentos, metales pesados, productos de desecho ácidos, restos de células muertas y otras sustancias nocivas que de otro modo podrían dar lugar a una afección capaz de ocasionar la muerte.

La infección sirve sencillamente para descomponer sustancias dañinas como metales, drogas, productos químicos, pesticidas, aditivos alimentarios y ácidos grasos-trans presentes en la comida rápida o los alimentos precocinados, edulcorantes artificiales, etc.


Por lo general, aunque el cuerpo puede descomponer por sí solo algunas de estas sustancias tóxicas, la mayoría de ellas requieren la intervención de bacterias que las eliminan.

 

Sin embargo, hay otros compuestos químicos que precisan disolventes para poder eliminarlos.


Entonces es cuando nuestro organismo fabrica "virus" o les permite aparecer y propagarse a través del torrente sanguíneo y la linfa.

De ahí que no necesitemos destruir los "virus": están de nuestra parte.

Los "virus" son proteínas inertes que produce el organismo a fin de atacar y disolver estas sustancias nocivas.

 

A diferencia de las bacterias, los "virus" no son organismos vivos, sino hebras microscópicas de material genético - ADN y ARN - encerradas en una cápsula.

 

También se distinguen de las bacterias en que no pueden reproducirse, pues carecen de aparato digestivo y de sistema reproductor.


El cuerpo humano fabrica más de estos disolventes cuando necesita eliminar sustancias nocivas, y deja de fabricarlos cuando el peligro de asfixia celular ha remitido.

Los "virus" actúan como los disolventes o los quitapinturas, y desempeñan un importante papel en el proceso de desintoxicación.

 

Los "virus" no dejan de replicarse porque nuestro organismo los ataque; lo hacen cuando ya no los necesitamos.


La realidad fundamental es que los "virus" sólo se vuelven activos y aumentan de número cuando están en un cuerpo intoxicado que no puede limpiarse por sí mismo ni con la ayuda de bacterias.

Permíteme que reitere algo en este punto crucial:

el organismo humano sólo crea más "virus" cuando hay necesidad de terminar con compuestos químicos, conservantes alimentarios, contaminantes atmosféricos, así como metales tóxicos como el mercurio y el aluminio, pesticidas, antibióticos y restos de animales que están presentes en todas las vacunas.

A fin de protegerse, el cuerpo puede almacenar una enorme cantidad de "virus" diferentes; pero permanecen inactivos hasta que surge la necesidad de que se activen y propaguen para hacer su importante trabajo.

 

El organismo se deshace de la mayoría de ellos una vez que el proceso de desintoxicación se ha completado.

 

Es una creencia generalizada que el sistema inmunológico produce anticuerpos para combatir y destruir los "virus"; pero esto podría no ser cierto.

 

Más adelante nos extenderemos en el cometido de los anticuerpos.

 

La vacunación del individuo para inducir la producción de anticuerpos interfiere con los mecanismos curativos más básicos del organismo, y personalmente considero que es una de las armas más peligrosas de la medicina moderna; a decir verdad, es un arma de destrucción masiva.

 



3. ¿Quién es el salvador?

Cuando el sistema inmunológico ha conseguido restaurar con éxito las funciones corporales, el organismo pasa a estar más sano y más fuerte que antes.

 

Esto corresponde a lo que muchos llaman inmunidad adquirida, pero no necesariamente conlleva inmunidad contra gérmenes específicos.

Puede significar también que el cuerpo se encuentra ahora sano y libre de toxinas, por lo que no necesita ya que los gérmenes induzcan en él la respuesta purificadora y curativa.

Muchas personas arguyen que el organismo tiene entonces inmunidad adquirida frente a los gérmenes que emprendieron la operación de salvamento; pero, a decir verdad, es el estado de mayor salud y vitalidad el que mantiene el cuerpo a salvo de caer enfermo otra vez.


La ciencia de las vacunas ha perseguido desde siempre el objetivo de que podamos provocar una inmunidad de por vida a una enfermedad infeccioso-inflamatoria sin tener que padecerla antes.


La suposición es que, al inducir la producción de anticuerpos para combatir ciertos gérmenes causantes de enfermedades, uno queda automáticamente protegido contra ellos.

 

Sin embargo, la medicina moderna no ha sido capaz de probar si la protección frente a los gérmenes se debe a la presencia de anticuerpos o a una respuesta inmunitaria natural y sana cuya primera intención es purificar y sanar los tejidos congestionados o dañados.

 

Realmente es mucho más probable que lo cierto sea lo último, a no ser que los venenos contenidos en las vacunas hayan dañado o incluso paralizado el sistema inmunológico.

 

(Exploraremos el tema de la inmunidad en el capítulo 3, "¿Hay una conspiración?", segunda parte, "La guerra interna").


La actual teoría microbiológica sugiere que el sistema inmunológico sólo reconoce los gérmenes cuando su número o su tasa de crecimiento exceden de cierto umbral, lo que resulta en la formación de anticuerpos específicos para cada microbio en particular.

 

¿O podría haber otra explicación del porqué de la producción de los anticuerpos?


Una presencia abundante de gérmenes indica que el tejido celular ha resultado dañado o se ha debilitado por la acumulación de desechos ácidos, o que ha sufrido otro tipo de lesión.

 

A ese nivel de la infección, las cosas empiezan a descontrolarse seriamente y una tribu de gérmenes prolifera a lo loco y provoca el desencadenamiento de toda la fuerza curativa de nuestro sistema inmunológico.

 

A esto es a lo que los médicos llaman "respuesta inflamatoria aguda".


Los síntomas suelen ser fiebre, secreción de hormonas del estrés por las glándulas suprarrenales, aumento del flujo sanguíneo, linfático y de la mucosidad, así como la afluencia de glóbulos blancos y linfocitos a la zona inflamada (herida).

 

La persona afectada se siente enferma y puede experimentar dolor, náuseas, vómitos, diarrea, debilidad y escalofríos. La traspiración y el proceso de librarse de la enfermedad es una respuesta natural del organismo que refleja un sistema inmunológico saludable.

 

En otras palabras,

lo que en realidad indica la enfermedad es que el cuerpo es capaz de hacer frente con éxito a un estado poco sano.

Así pues, la enfermedad es algo que hay que permitir y apoyar, no que suprimir y agravar. Una persona realmente enferma ya no sería capaz de presentar respuestas curativas de esta índole.


Una vez que hemos superado con éxito una enfermedad concreta, es menos probable que volvamos a padecerla. De alguna manera la enfermedad y nuestra respuesta a ella nos han hecho inmunes a su reaparición.

 

Es muy dudoso que la vacunación pueda hacer esto mismo por nosotros al forzar a nuestro organismo a fabricar anticuerpos para algunos gérmenes que parecen ser los causantes de una infección, protegiendo de ese modo al individuo frente a una enfermedad infecciosa futura.


Al contrario: se ha demostrado una y otra vez que, a pesar de estar vacunado contra una enfermedad en particular, el individuo puede desarrollarla de todos modos.

 

El hecho probado de que la mera presencia de anticuerpos para un patógeno específico no protege a la persona de la infección debería haber sembrado serias dudas entre los profesionales de la medicina y los legos en la materia por igual respecto a que la teoría de las vacunas directamente no es válida o que, como mínimo, tiene graves defectos.

 

No podemos contar con ambas alternativas; o los anticuerpos nos protegen o no lo hacen.

¿Por qué tantas personas vacunadas contra la tos ferina y el sarampión, y que cuentan con una elevada presencia de anticuerpos contra dichas enfermedades, las desarrollan a pesar de todo, cuando la ciencia de las vacunas insiste en que tales anticuerpos protegen contra las ellas?

Es obvio que no nos están diciendo la verdad.


En los capítulos 2 y 3, "Errores de bulto históricos" y "¿Hay una conspiración?", pasaremos revista a episodios del pasado en los que la vacunación en masa durante una epidemia o después de ésta incrementó de hecho la incidencia de la enfermedad, aparte de acabar con grandes sectores de la población.

 

En muchos casos, estas muertes estuvieron directamente relacionadas con la introducción en el cuerpo humano de un "virus" específico, junto con los restos animales usados para cultivarlo y las sustancias químicas y metales tóxicos contenidos en las vacunas.

 



4. Anticuerpos debidos a lesiones por vacunas

Si las vacunas pueden causar la muerte y la parálisis en algunos individuos, en muchos otros ciertamente causan lesiones, aun cuando estos efectos adversos no se reconozcan de inmediato.

 

Cuando los tejidos se lesionan, el organismo inicia un proceso curativo que puede conllevar una infección, durante la cual los gérmenes patógenos ayudan a descomponer las células dañadas o muertas. La curación de la lesión requiere que el cuerpo envíe células inmunológicas - y sí, anticuerpos - al lugar donde se encuentra ésta.


La investigación científica demuestra claramente que la participación de los linfocitos en la cicatrización es un proceso dinámico y característico.

 

El proceso de reparación es una secuencia de acontecimientos muy compleja y ordenada que abarca la hemostasia, la infiltración celular inflamatoria y la regeneración y remodelación del tejido.

Si queremos curarnos bien, tenemos que permitir que esta secuencia ordenada tenga lugar sin interferencias.

Durante el proceso de curación que sigue a la destrucción del tejido, los anticuerpos se unen a las células dañadas, lo que facilita así a los macrófagos - otro importante grupo de células inmunológicas - la tarea de engullirlas.

Las células B, en particular - que producen anticuerpos y los envían a los tejidos dañados - intervienen activamente en el proceso curativo.

De hecho, un estudio publicado recientemente en la revista Immunology (noviembre del 2009) demuestra claramente que la adecuada cicatrización sería imposible sin la participación activa de los anticuerpos.

 

Por ejemplo,

los investigadores detectaron la presencia de un anticuerpo complejo, la inmunoglobulina G1 (o IgG1), unido a los tejidos lesionados.

El hecho de que el cuerpo produzca anticuerpos para curar los tejidos dañados plantea una cuestión crucial que es suficientemente convincente para poner en duda la actual teoría de las vacunas.

¿Qué pasaría si los anticuerpos no fueran producidos en absoluto para combatir a los gérmenes, como los "virus" o las bacterias, sino para reparar las lesiones causadas por las toxinas, los productos de desecho ácidos, los productos químicos ingeridos con los alimentos, las medicinas, el venenoso fluoruro en el agua potable, etc.?

En el caso de las lesiones por vacunas inyectadas, como ocurre con cualquier otra lesión, se deben producir anticuerpos para curar el daño tisular causado por la inyección, directamente en el torrente sanguíneo, de las sustancias químicas tóxicas como el formaldehído, los agentes anticongelantes, los antibióticos y el mortal cóctel de conservantes que contienen.

 

El simple hecho de clavar una aguja en el brazo de alguien ya es bastante para inducir la respuesta inflamatoria del cuerpo, que es necesaria para curar el pinchazo.

 

En la mayoría de los casos, el organismo puede reparar el daño.

 

Sin embargo,

si en principio el sistema inmunológico está débil, la lesión por la vacuna puede llegar a ser mortal.

Una investigación realizada en el 2004 ha revelado que 1 de cada 500 niños nace con un problema del sistema inmunológico que puede causarle reacciones graves o incluso la muerte cuando lo vacunan (Journal of Molecular Diagnostics, mayo del 2004, volumen 6, n.º 2, pp. 59-83).

 

¿Cuántos padres saben si sus hijos tienen o no un sistema inmunológico débil?

 

La mayoría de los padres y de los médicos no son conscientes de este riesgo, porque tal información pondría en grave peligro a la industria de las vacunas.


La otra cosa que no se les dice a los padres es que los "virus", las bacterias, los hongos y las toxinas químicas que se introducen en el cuerpo de su hijo a través de una sola vacunación fuerzan al sistema inmunológico a responder creando anticuerpos que pueden encender o apagar los interruptores genéticos.

 

En el caso de un niño en desarrollo, esto puede acabar produciéndole daños irreparables en la mente o el cuerpo.

 

En Estados Unidos,

cada niño recibe 36 vacunaciones antes de cumplir los 5 años de edad, y 1 niño de cada 91 desarrolla autismo.

 

En niños menores de 5 años, 8 muertes de cada 1000 se deben a las vacunaciones.

En comparación, en Islandia,

cada niño recibe 11 vacunas y sólo 1 entre 11.000 desarrolla autismo; además, sólo 4 niños de cada 1000 mueren como consecuencia de haber sido vacunados.

En 1980, cada niño recibía 8 vacunas y el autismo era muy raro.

 

Hoy día, Islandia ocupa el primer puesto mundial en cuanto a duración de la vida, mientras que Estados Unidos ocupa el puesto trigésimo cuarto. Puedes hacer las cuentas tú mismo y sacar tus propias conclusiones.

 

Más adelante hablaremos con más detenimiento del vínculo vacunas-autismo.


Todos los fabricantes de vacunas afirman que cualquier aumento en la producción de anticuerpos por parte del organismo se deriva de la exposición de este último a un presunto patógeno (es decir, el germen que causa una enfermedad).

 

Dado el diseño en sí del sistema curativo corporal (el sistema inmunológico), y en vista de la investigación científica mencionada anteriormente, es igual de probable que la producción de anticuerpos que sigue a la vacunación se deba a la necesidad de curar las lesiones provocadas por las toxinas de la propia vacuna.


La pregunta que se plantea es:

¿por qué referirnos a los anticuerpos como "anti" algo cuando el cuerpo los utiliza para curarse?

Propongo que los llamemos "procuerpos", porque ante todo están a favor de algo, no en contra de nada.

 

Son producidos y segregados por las células del plasma sanguíneo derivadas de las células B del sistema inmunológico para curar las lesiones causadas por la acumulación de toxinas.

Las vacunas están repletas de toxinas, fragmentos de tejidos animales y otras materias extrañas que el organismo debe reconocer como antígenos.


Los antígenos suelen ser proteínas o polisacáridos.

 

Normalmente se "pegan" a receptores específicos de un anticuerpo.

 

Pueden constar de partes (paredes celulares, cápsulas, flagelos, fimbrias, toxinas, etc.) de bacterias, "virus" y otros microorganismos.

Entre los antígenos no microbianos están el polen, la clara de huevo, la caspa animal, las toxinas vegetales, etc.


Las vacunas, que pueden contener muchos antígenos diferentes, están diseñadas para estimular la producción de anticuerpos a fin de que aumente la llamada "inmunidad adquirida".

 

Sin embargo, hasta ahora no se ha realizado ningún estudio de control doble ciego que demuestre que las vacunas proporcionan un nivel de inmunidad mayor que el hecho de tomar un simple placebo o que el de no hacer nada en absoluto.

 

Me pregunto por qué no se habrá hecho nunca un estudio de este tipo...

 

El argumento oficial del Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (CCPE) para no estudiar los efectos nocivos de las vacunas en los seres humanos es que cualquier estudio de este tipo (en humanos) sería "poco ético".


De modo que yo me pregunto:

¿es ético inyectar cada año a centenares de millones de personas que no sospechan nada, incluidos niños, vacunas que no sólo no han demostrado nunca ser eficaces para prevenir las enfermedades infecciosas, sino que por el contrario se ha visto claramente que enferman a la gente?

Tal vez estemos permitiendo que la doble moral y la legalización de la experimentación en las masas se antepongan a esta legítima pregunta que deberían hacerse los padres que no desean ningún mal para sus hijos:

"¿Dónde está la prueba de que las vacunas mejoran la inmunidad de mi hijo y de que lo mantienen sano?".

 

¿Acaso hemos de dar por cierto lo que dice el médico?

Veamos qué respondió alguien que es el más indicado para ofrecer un punto de vista objetivo como persona que cuenta con información privilegiada.

 

La doctora Marcia Angell reveló lo siguiente tras pasar dos décadas como editora y directora de la revista The New England Journal of Medicine:

"Simplemente ya no es posible creer en buena parte de las investigaciones clínicas que se publican, o confiar en el buen juicio de los médicos de prestigio o en las directrices médicas autorizadas".

El hecho es que las vacunas inhiben y destruyen sistemáticamente el sistema inmunológico.

 

Y hay pruebas científicas fidedignas que lo demuestran; pruebas que no han sido manipuladas todavía para proporcionar más poder y recursos a grupos con intereses creados.

 



5. Las vacunas suprimen la inmunidad

En 1988 la revista Clinical Pediatrics publicó un detallado estudio de las pautas patológicas observadas en 82 niños pequeños sanos antes y después de la vacunación.

 

En dicho estudio, realizado en Israel, los investigadores compararon la incidencia de enfermedades agudas durante el período de los 30 días siguientes a la administración de la vacuna DTP (contra la difteria, el tétanos y la tos ferina) con la incidencia en esos mismos niños durante los 30 días anteriores a la vacunación.

 

El período de 3 días inmediatamente posterior a la vacunación se excluyó porque a los niños les suele subir la fiebre como respuesta directa a las toxinas de la vacuna.

 

Según estos investigadores, los infantes experimentaron una espectacular subida de la fiebre, diarrea y tos durante el mes siguiente a la administración de la vacuna DTP en comparación con su estado de salud anterior.


Es relativamente fácil observar si las vacunas tienen o no efectos negativos sobre los leucocitos o glóbulos blancos, que forman parte del sistema inmunológico primario.

 

Así pues, un estudio más reciente evaluado por iguales que se publicó en la revista New England Journal of Medicine en mayo de 1996 reveló que la vacuna antitetánica produce una caída del número de células T y que, por tanto, desactiva el sistema inmunológico en los pacientes con VIH.

 

Naturalmente, esto quiere decir que la vacuna puede dañar el sistema inmunológico de cualquiera, no sólo el de aquéllos en los que ya está en peligro. Quién sabe adónde nos puede conducir un sistema inmunológico amenazado.

En 1992, la Immunization Awareness Society (IAS) de Nueva Zelanda realizó una encuesta entre sus miembros para averiguar cuántos de los hijos de éstos tenían problemas de salud.

 

Entre otras enfermedades relacionadas con un sistema inmunológico dañado, los niños vacunados sufrían en comparación con los no vacunados:

  • Cinco veces más asma.

  • Casi tres veces más alergias.

  • Por encima de tres veces más infecciones de oído.

  • Por encima de cuatro veces más apnea y muerte súbita infantil.

  • Casi cuatro veces más episodios de amigdalitis recurrente.

  • Diez veces más hiperactividad.

Yo ciertamente puedo dar fe de estos descubrimientos.

 

En los treinta y siete años que llevo trabajando en el campo de la salud natural, raras veces he visto niños sin vacunar que fueran autistas, hiperactivos o que padecieran asma, infecciones de oído, alergias y amigdalitis.

 

En cambio, he presenciado la incidencia de estas mismas enfermedades entre los niños vacunados a unos niveles alarmantemente elevados.


En un estudio publicado en la revista Paediatrics (marzo de 1998) se descubrió que la encefalopatía aguda seguida de daño cerebral permanente o la muerte estaba asociada a las vacunas contra el sarampión.

Un total de 48 niños de edades comprendidas entre los 10 y los 49 meses cumplieron con los criterios de inclusión tras recibir la vacuna contra el sarampión, sola o combinada.

 

Ocho niños murieron, y los restantes presentaron regresión y retraso mental, ataques crónicos, déficits motores y sensoriales, y trastornos motores.

En septiembre del 2010, la CNN informó de la muerte de dos hermanas gemelas de nueve meses de edad en Ghaziabad, India, a los pocos minutos de recibir la vacuna contra el sarampión.

 

Avika y Anika Sharma fueron vacunadas en una clínica privada por el doctor Satyaveer Singh. Al cabo de aproximadamente un cuarto de hora, ambas niñas murieron.

 

El doctor Santosh Aggrawal (presidente de la delegación local de la Indian Medical Association), que visitó el hospital después del incidente, confirmó que la salud de las gemelas se deterioró después de administrárseles la vacuna.

 

Dijo:

"El médico contaba con provisiones recientes de la vacuna. Pero debía de ocurrir algo malo con el lote. Se ha informado de otras muertes similares en Kanpur y Lucknow".

Cuando les pidieron que valorasen el asunto, los investigadores dijeron:

"Éste es un caso de reacción adversa a la inmunización... No se trata de un fenómeno nuevo…".

Uno de los problemas que se encuentran a la hora de determinar el número de lesiones o muertes causadas por las vacunas es que sólo se llega a conocer una cantidad mínima de las reacciones producidas.

 

Los estudios han estimado que sólo se informa de entre el 1 y el 10 por 100 de todos los efectos secundarios.

 

Los médicos y los hospitales son muy reacios a echar la culpa a las vacunas del súbito desencadenamiento de enfermedades o la muerte. Siguen considerando que la vacunación es el mayor avance médico de todos los tiempos.

 

Además, no es propio del buen relaciones públicas admitir que el tratamiento médico es el responsable de las lesiones cerebrales ocasionadas o de la muerte; queda mejor decir que los efectos secundarios son simples accidentes; pero eso automáticamente constituye un rechazo de la responsabilidad que degenera en todo tipo de actos de negligencia.


Por lo tanto, la mayoría de la gente no tiene ni idea de lo graves que pueden llegar a ser las lesiones por vacunas.

 

Un progenitor que no sospecha nada puede perfectamente llevar al médico a su hijo sano como una manzana, y momentos después o al cabo de unos días encontrarse con que está incapacitado o ha fallecido.

 

Para la industria médica, esto sólo son daños o beneficios colaterales (es decir, perder o ganar un posible paciente). Para un padre, es un trauma inimaginable.


Si la vacuna contra el sarampión puede infligir de inmediato en los niños unas lesiones tan evidentes e incluso la muerte, yo me pregunto:

¿qué otros estados generadores de enfermedades más sutiles e imperceptibles puede provocar, que den lugar finalmente al cáncer, la diabetes, las cardiopatías, el fallo hepático y renal, etc., años después?

En lugar de atiborrar al niño de vacunas que obviamente son peligrosas para él y no han sido puestas a prueba como corresponde, y por tanto de arriesgar su salud y su vida, es preferible cuidarlo mientras pasa algunas de las enfermedades de la infancia que normalmente son leves y no entrañan peligro.

 

Basta con cuidarlo y dejar que la naturaleza siga su curso para fortalecer de verdad su inmunidad natural y mejorar su salud a la larga.


Los gérmenes producen toxinas (antígenos) que desencadenan una respuesta inflamatoria para ayudar a curar una afección subyacente que el organismo puede ser incapaz de resolver por sí solo. Las células plasmáticas producen anticuerpos que se unen a estos antígenos y facilitan así la curación.

 

Las células B, los linfocitos, los macrófagos y los anticuerpos intervienen todos ellos en este proceso curativo, que incluye la neutralización y eliminación de toxinas.

 

El sistema inmunológico no es una máquina bélica equipada con armas para localizar y destruir a los enemigos invasores:a

al contrario, es un sistema curativo muy sofisticado cuyo único objetivo es devolver al cuerpo su estado de equilibrio y armonía (proceso denominado homeostasis).

Es importante mencionar aquí que no todas las vacunas son inútiles o dañinas.

 

Por ejemplo,

se ha visto que las "vacunas homeopáticas" que se elaboran a partir de los agentes causantes de la enfermedad o de productos de ésta, como el pus, han llevado a lograr notables recuperaciones.

De hecho, muchas personas mordidas por serpientes venenosas se salvan gracias a que se les ha administrado el veneno de esa especie de ofidio en particular.

 

Según Wikipedia, la adquisición de inmunidad humana frente al veneno de serpiente es una de las formas de vacunología más antiguas que se conocen (hacia el año 60 d. C., tribu de los psylli).

 

Incluso hoy día, los miembros de algunas tribus aborígenes se hacen cortes a propósito en la piel y exponen las heridas a la suciedad, la tierra y el polvo para desarrollar una fuerte resistencia natural a las toxinas presentes en su entorno.

 

Los animales salvajes a menudo siguen prácticas similares de autoinmunización.


El veneno de serpiente es saliva sumamente modificada que contiene proteínas, enzimas, sustancias con efectos citotóxicos, neurotoxinas y coagulantes.

 

Cuando se autoinyecta, el veneno del crótalo adamantino provoca la producción de un anticuerpo neutralizante del grupo IgG que es útil contra varias especies de serpiente de cascabel. Asimismo, la exposición al veneno de las serpientes de cascabel induce la inmunidad contra futuras mordeduras por estos ofidios.

 

La inmunidad se debe a la producción de antisuero por parte del organismo para neutralizar los efectos tóxicos del suero de la serpiente.

 

Este principio es aplicable a cualquier toxina que se introduce en el cuerpo.

 

Dicho en términos sencillos,

nuestro organismo produce proteínas sanguíneas específicas (anticuerpos) para que se unan a las toxinas, neutralizándolas, y para curar la lesión causada por las ellas.

La inmunidad celular que consigue (es decir, su capacidad de reproducir el mismo antídoto en el caso de otra mordedura venenosa) protege al cuerpo de futuras exposiciones a la misma toxina, a menos que el grado de exposición exceda en mucho de su capacidad de desintoxicación y compensación.


Esto último ocurre en especial cuando se administran numerosas vacunas dentro de un breve margen de tiempo; esto es, en el plazo de unos meses o unos pocos años.

 

Tal como demostró la investigación mencionada párrafos atrás, los niños de Islandia o Noruega que sólo reciben un total de 11 vacunas corren un riesgo mucho menor de desarrollar autismo o de morir que los niños estadounidenses.

 

En Estados Unidos, los funcionarios federales de salud pública recomiendan que se administre al individuo un total de 69 dosis de 16 vacunas diferentes desde el día de su nacimiento hasta que cumple los 18 años de edad.

 

Ya hemos visto que los niños estadounidenses presentan una incidencia mucho más elevada de asma, alergias, infecciones de oído, amigdalitis y otras graves dolencias después de ser vacunados.


Un niño, que viene al mundo prácticamente sin un sistema inmunológico operativo, y que recibe docenas de vacunas en forma de inyecciones llenas de compuestos tóxicos, sufrirá posteriormente daños de corta y larga duración; algunos se presentarán como,

autismo, cáncer, diabetes, cardiopatía, esclerosis múltiple, enfermedad de Alzheimer, etc. años más tarde.

Tal vez ésta sea la razón de que la población de Estados Unidos ocupe un puesto tan bajo en cuanto a esperanza de vida (el número 49) en comparación con países como Islandia, Suecia y Suiza, donde se administran menos vacunas y donde muchos padres, que están mejor informados, las rechazan para sus hijos debido a que cada vez hay más pruebas de las lesiones causadas por las vacunas en amplios sectores de la población.

¿Es una simple coincidencia que Estados Unidos ocupe el primer puesto en cuanto a costes de asistencia sanitaria y que gaste más del doble en este mismo concepto que otros países desarrollados?

 

¿Por qué los estadounidenses padecen muchas más enfermedades que los habitantes de otras naciones, a pesar de contar con el sistema de atención sanitaria más avanzado del mundo?

 

¿O será precisamente a causa de eso?

Barbara Loe Fisher, fundadora del Centro Nacional de Información sobre las Vacunas, resumió hace poco este dilema en una frase:

"La verdad es que nadie sabe qué cantidad de víctimas por vacunación hay en Estados Unidos.

 

No sabemos cuántos niños,

entre los que tienen discapacidad psíquica (1 de cada 6), o entre los que son asmáticos (1 de cada 9), o entre los autistas (1 de cada 10), o entre los diabéticos (1 de cada 450),

...pueden achacar su inflamación crónica, su enfermedad o su minusvalía a reacciones a las vacunas, reacciones que han sido descartadas por los funcionarios de salud pública y los médicos durante el siglo pasado por considerarlas simples 'coincidencias'."

Introducir microbios vivos o muertos en el torrente sanguíneo para inducir inmunidad contra futuras infecciones es completamente distinto que adquirirla gracias a pasar por todas las etapas de la enfermedad.

 

Realmente no existen fórmulas mágicas para adquirir la inmunidad.


En este punto me gustaría recalcar que la mera presencia de anticuerpos específicos no protege el organismo humano contra la enfermedad; sólo el sistema inmunológico celular puede hacerlo.

 

Y reitero que lo consigue no por la fuerza, no luchando, sino a través del poder curativo.

 

Aunque la ciencia ha aprendido a inducir la producción de anticuerpos mediante la vacunación (es decir, causando una lesión en el cuerpo), se equivoca al suponer que de ese modo aumenta la inmunidad, que sólo se adquiere experimentando las enfermedades.

No sirve de nada tratar de engañar al sistema inmunológico; hay que dejar que la naturaleza siga su curso.

La realidad es que, por sí solos, los anticuerpos contra los patógenos no bastan para producir la inmunidad.

 

Es bien sabido que diversas enfermedades, como los brotes de herpes, pueden recurrir a pesar de que los niveles de anticuerpos sean elevados.


Haya presentes o no anticuerpos, la inmunidad a estas enfermedades infecciosas sólo la produce nuestro sistema inmunológico celular. La teoría que afirma que al exponer el organismo a los gérmenes se desencadena una respuesta inmunitaria similar a la generada mientras se pasa por la enfermedad es a todas luces defectuosa. (Véase el capítulo 3, "¿Hay una conspiración?", parte segunda, "La guerra interna").


Por consiguiente, y poniendo en duda la premisa misma de la teoría de las vacunas, la pregunta que debemos hacernos es:

¿Quién es el verdadero salvador?

 

¿La vacuna, o un sistema inmunológico sano?

Sin embargo, los partidarios de las vacunas ignoran casi por completo el papel del sistema inmunológico; prefieren creer que se reduce a un mecanismo de producción de anticuerpos, un ejército de soldados robóticos que interviene en cuanto hay una "invasión de gérmenes".

 

Luego, para ellos,

¡son las vacunas las que inducen la inmunidad!

O eso es lo que algunos quieren hacernos creer, y por "algunos" me refiero a quienes se aprovechan de las enfermedades ajenas.


Quieren distraernos para que no descubramos ni utilicemos todos los demás factores responsables de crear un sistema inmunológico sano y vital, incluyendo la vitamina D producida como respuesta a la exposición al sol, el ejercicio, la buena alimentación, el sueño suficiente, el agua y el aire puros, llevar un estilo de vida más relajado y menos estresante, etc.


El hecho de haber producido anticuerpos para una sustancia en particular, un alimento o una vacuna no determina en última instancia si ocurre o no una enfermedad como, pongamos por caso, una infección o una alergia.

 

Por ejemplo,

una persona con trastorno de personalidad múltiple puede ser alérgica al zumo de naranja (alérgeno) cuando exhibe una de sus personalidades y dejar de serlo en cuanto cambia a otra:

esos mismos anticuerpos ya no desencadenan en ella una reacción alérgica.

También ocurre con la diabetes:

una personalidad puede ser diabética mientras que las demás no lo son.

Las mujeres con este trastorno pueden incluso tener diferentes ciclos menstruales en función de sus distintas personalidades.

Hay otro ejemplo.

Cuando una persona normal que es alérgica a la caspa de gato entra en contacto con las proteínas del pelo del animal, se dispara la producción de anticuerpos y la subsiguiente reacción inflamatoria.

 

Sin embargo, como ocurre con frecuencia, esta persona puede ser alérgica a los gatos de color blanco o naranja, pero no a los negros; o viceversa.

 

Normalmente es porque experimentó en el pasado un incidente traumático en el que intervino un gato blanco, como en el caso de la muerte del animal, que le llevó a producir anticuerpos.

 

Cada vez que esta persona toca un gato blanco, su cuerpo experimenta una reacción de anticuerpos basada en el recuerdo de ese trauma emocional previo.

 

Y, como los gatos negros no forman parte de este recuerdo, tocar un gato de este color no desencadenará en ella la reacción alérgica.

En esta misma línea, puede suceder algo similar con las personas alérgicas al gluten:

pueden sufrir la reacción alérgica cada vez que comen pan, y en cambio no tener ningún problema para comer pasta, que también contiene gluten.

En otras palabras,

no hay forma de saber con seguridad si la mera presencia de anticuerpos generados por la administración de una vacuna contra las paperas o el sarampión ofrecerá o no alguna protección contra el "virus".

Toda la teoría de las vacunas se basa en la idea de que la presencia de tales anticuerpos específicos en el torrente sanguíneo confiere inmunidad contra estas enfermedades.

 

Por ejemplo, l

os datos de investigación recogidos durante el último brote de paperas muestran sin lugar a dudas que tener anticuerpos contra este "virus" no aporta ningún efecto protector; hace falta la inmunidad celular subyacente producida mediante el paso por toda la enfermedad.

Y no sólo eso.

Sabemos que de cada 1000 personas enfermas de paperas, 770 fueron vacunadas contra la enfermedad y las otras 230 no.

Así que el hecho de no tener anticuerpos inducidos por la vacuna contra las paperas aparentemente es una garantía mucho mejor de no enfermar.

 

Para decirlo sin rodeos,

los no vacunados están obviamente mejor protegidos que los vacunados.

La realidad es que las vacunas aumentan las probabilidades de sufrir una infección viral, no las disminuyen.

 

 



6. Infectando a voluntarios

En el 2006, un equipo de científicos,

del Duke's Center for Genomic Medicine, de la Universidad de Virginia, de la Universidad de Michigan y del National Center for Genomic Resources,

...realizaron un proyecto de investigación con un total de 57 voluntarios.

 

Los participantes fueron infectados por la nariz con un "virus" del catarro, un "virus" de la gripe o un "virus" sincitial respiratorio, a raíz de lo cual 28 de ellos presentaron posteriormente síntomas del tipo de la gripe o el catarro.


El propósito del estudio era determinar si alguno de los más de 20.000 genes presentes en el cuerpo humano experimentaba algún cambio como respuesta a la exposición al "virus".

 

Así pues, los investigadores descubrieron que en los 28 participantes que acabaron enfermando se había activado un conjunto de unos 30 genes en respuesta a la infección con un "virus".

 

En las 29 personas restantes, que no presentaron síntomas, no hubo cambios en estos genes.


No voy a comentar aquí las implicaciones genómicas del estudio, puesto que es bien sabido que los fragmentos proteínicos extraños (llamados "virus") pueden activar genes.

 

Prefiero plantear esta pregunta:

¿Por qué los 29 participantes que no presentaron síntomas permanecieron sanos a pesar de haber tenido el mismo grado de exposición a los gérmenes causantes de enfermedades?

 

¿Por qué los "virus" no pudieron activar en estos individuos esos mismos 30 genes?

Si un "virus" de la gripe consigue entrar en el cuerpo,

¿qué es lo que decide que este último se enfrente o no a la intrusión con una avalancha de anticuerpos y una respuesta inflamatoria?

La respuesta es bastante simple.

Obviamente, los participantes sanos no se pusieron enfermos por los "virus" porque éstos no pueden hacer que enfermen las personas sanas.

 

Sus genes no fueron afectados por la intrusión vírica.

Por otra parte,

¿por qué cayeron enfermos los otros 28 participantes?

La respuesta es que sólo las personas enfermizas pueden enfermar a causa de los "virus".

 

Como ya hemos mencionado anteriormente, los "virus" pueden desencadenar una poderosa respuesta limpiadora y curativa en el cuerpo cuando está congestionado e intoxicado que lo devuelve a una condición más equilibrada.


Antes de dar por sentado que los "virus" causan enfermedades, en vez de devolver la salud a las personas, sería conveniente revisar en pocas palabras por qué ocurren realmente las llamadas epidemias.

 

Durante el brote de gripe A (H1N1) del año 2009, los medios de comunicación informaron que varios niños pequeños habían tenido síntomas de gripe porcina y posteriormente murieron.

Resultó que estos niños nunca habían estado en contacto con nadie portador del "virus" H1N1 o cualquier otro "virus" infeccioso.

Sin embargo, todos estos infantes sufrían alguna dolencia grave preexistente, como por ejemplo cardiopatía.


Igualmente, hay miles de niños que dan positivo en la prueba del VIH aunque sus padres sean seronegativos; esto ocurre incluso con recién nacidos.

 

Si nadie contagió a estos niños,

¿cómo contrajeron la infección?

Es una pregunta incómoda para los funcionarios de sanidad pública porque contradice de plano la teoría germinal, que afirma que los gérmenes patógenos se trasmiten de persona a persona.

 

A decir verdad, si el individuo tiene un sistema inmunológico fuerte y sano y un cuerpo libre de toxinas no necesitará contraer una infección para volver al estado de equilibrio, y por consiguiente no será afectado por los patógenos.


Hay una serie de razones de por qué se ponen enfermos los niños.

Primera, que no se les dé la oportunidad de que la placenta materna limpie como es debido su sangre porque se corte el cordón umbilical justo después del parto, en lugar de 40-60 minutos después.

 

Esto también hace que la sangre del bebé tenga sólo el 60 por 100 de los niveles normales de oxígeno.

 

Segunda, que el sistema inmunológico en desarrollo del niño sea dañado por múltiples vacunas desde su nacimiento, incluida la innecesaria vacuna contra la hepatitis B (una enfermedad que los niños casi nunca padecen, y contra la que tendrán que volver a vacunarse de todos modos cuando sean un poco más mayores debido a la diminución del número de anticuerpos).

 

El hecho de inyectar en los recién nacidos el aluminio y el formaldehído que contiene esta vacuna debería preocupar a todo progenitor y todo pediatra.

 

Tercera, que los bebés que no son amamantados, o cuya madre es enfermiza y no produce leche de buena calidad, no pueden desarrollar un sistema inmunológico sano y normal.

 

Cuarta, que por orden del pediatra se protege a los bebés del sol durante al menos los primeros seis meses de vida, por lo que se les provoca una deficiencia de vitamina D.

 

Por el contrario, en África las madres ponen a sus recién nacidos al sol con regularidad, así que estos infantes raras veces sufren este tipo de deficiencia.

 

La vitamina D es esencial para desarrollar un sistema inmunológico fuerte.

Un estudio reciente llevado a cabo por investigadores de la Universidad Estatal de Oregón ha demostrado que la vitamina D es tan vital para el funcionamiento de nuestro sistema inmunológico que su capacidad de impulsar la función inmune y de mantener el cuerpo protegido y sano ha sido conservada en el genoma durante más de 60 millones de años de evolución.

"La existencia y la importancia de esta parte de nuestra respuesta inmunitaria pone de manifiesto que los seres humanos y otros primates necesitan mantener unos niveles suficientes de vitamina D", dijo Adrian Gombart, profesor adjunto de bioquímica y principal investigador del Instituto Linus Pauling de la Universidad Estatal de Oregón.

La vitamina D, que en realidad es una hormona esteroidea producida en grandes cantidades por la exposición regular al sol, regula más de dos mil genes.

 

Actúa como un interruptor que enciende el sistema curativo del cuerpo y lo mantiene activo y sensible.

Si se produce una carencia de vitamina D, el interruptor se apaga y la capacidad curativa y desintoxicante del organismo disminuye considerablemente.

 

Esto, a su vez, bloquea la capacidad del cuerpo de curarse y librarse de las toxinas, incluyendo las producidas por los microorganismos.

Como consecuencia, un individuo con deficiencia de vitamina D, sea niño o adulto, se intoxicará de tal modo que un creciente número de células resultarán dañadas o morirán, por lo que necesitará una infección para inducir una poderosa respuesta curativa y purificadora.

 

Como hemos visto en los ejemplos mencionados en párrafos anteriores, no importa que el sujeto afectado haya recibido o no un "virus" o una bacteria de otra persona, aunque eso ciertamente puede acelerar que se presenten los síntomas de la enfermedad.

 

Nuestro cuerpo es el hábitat de numerosas especies de bacterias y en él se acumulan muchos materiales víricos que permanecen ocultos y en estado de latencia, pero que se activan y multiplican cuando se requiere su asistencia.

 

Normalmente, la infección resultante tocará a su fin una vez que las labores de limpieza y reparación se hayan completado.


Sin embargo, cuando la deficiencia de vitamina D es muy grave, la inflamación puede alcanzar tales proporciones que resulta mortal para la persona.

 

La vitamina D normalmente previene que la respuesta inmunitaria "adaptativa" sea exagerada y reduce la inflamación. En otras palabras, mantiene bajo control el sistema inmunológico y lo desactiva cuando es preciso.

 

Los niños pequeños y las personas mayores que no toman el sol lo suficiente, o que usan cremas solares de protección total para impedir que lleguen a su piel los rayos ultravioleta del sol, que son los que generan la vitamina D, son particularmente propensos a las reacciones excesivas del sistema inmunológico.


Ambos grupos de población son los primeros en coger catarros o gripe en invierno.

 

¿Te has preguntado alguna vez por qué no hay gripe estacional en verano? Pues porque la mayor parte de la gente pasa más tiempo al aire libre durante los meses cálidos, lo que le permite reponer sus reservas de vitamina D y la hace menos proclive a caer enferma.


Una investigación llevada a cabo en las principales universidades estadounidenses ha demostrado que muchas enfermedades comunes están relacionadas con los niveles bajos de vitamina D.

 

Según el estudio publicado en el 2008 en la revista Journal of American College of Cardiology (2008:52:1949-56), los bajos niveles de vitamina D se han documentado en pacientes con infarto de miocardio, derrame cerebral, insuficiencia cardíaca y enfermedad cardiovascular.

 

La deficiencia crónica de vitamina D puede causar hiperparatiroidismo secundario, que predispone a los pacientes a sufrir inflamación, resistencia a la insulina, síndrome metabólico y diabetes mellitus.


Es más, en Estados Unidos la tasa de cáncer y de esclerosis múltiple es mayor en el nordeste, donde la gente tiende más a la deficiencia de vitamina D que en el sur o el sudoeste, donde los meses de invierno son mucho menos fríos y más soleados.

Asimismo, las personas obesas, los fumadores y quienes toman medicamentos (por ejemplo anticonvulsivos, glucocorticoides, antirretrovirales, etc.), así como los individuos internados en asilos y hospitales psiquiátricos, tienen más propensión a la carencia de vitamina D.

 

Las personas de piel oscura que residen en regiones o países menos soleados, o que no toman suficientemente el sol, son con frecuencia los más afectados.

 

De ahí que generalmente corran un mayor riesgo de padecer infecciones, cáncer, cardiopatía y diabetes.


En un estudio publicado en el 2008 en la revista Virology Journal, y confirmado por otro estudio del 2009 en el que participaron
19.000 americanos, se descubrió que las personas con los niveles más bajos de vitamina D en sangre presentaban bastantes más catarros o casos de gripe recientes.

 

En conclusión, el principal autor del estudio, el doctor Adit Ginde, declaró esto:

"Los resultados de nuestro estudio confirman que la vitamina D desempeña un papel importante en la prevención de infecciones respiratorias comunes, como los resfriados o la gripe.

 

Los individuos con enfermedades pulmonares crónicas, como asma o enfisema, pueden ser particularmente propensos a las infecciones respiratorias derivadas de la falta de vitamina D".

¿Por qué tenemos que exponer nuestros cuerpos a vacunas contra todo tipo de enfermedades, vacunas que pueden llegar a poner en peligro nuestra vida, cuando podemos mantenernos sanos exponiendo nuestra piel a los benéficos rayos del sol? (Véase también mi libro Heal Yourself with Sunlight).

 

Más adelante veremos con más detalle el papel de la vitamina D.

 



7. ¿Qué contiene esa ampolla?

Así que, en pocas palabras,

¿de qué se compone este cóctel sumamente potente y venenoso que introducimos en el cuerpo humano?

La función de este mejunje, ya sea inyectado, tomado por vía oral o incluso aspirado por la nariz - como en el caso de algunas vacunas antigripales - es tratar de inducir inmunidad mediante la introducción a la fuerza en el organismo de agentes causantes de enfermedades (o patógenos), ya sean enteros o en fragmentos.

 

En principio se trata de cuerpos extraños como bacterias, "virus" o material genético procedente de estos patógenos, que generalmente se alimentan y cultivan en el cuerpo de animales infectados, para forzar una respuesta inmunológica.

 

En cuanto el organismo humano detecta la presencia de un cuerpo extraño (uno que no tiene un "marcador de identidad") o de un antígeno, produce anticuerpos para neutralizar estas toxinas, células extrañas y materiales perjudiciales, así como para sanar cualquier daño que hayan podido causar.


Los anticuerpos son moléculas proteínicas que se unen a los antígenos y pueden ser específicos de cada enfermedad.

 

En cuanto el antígeno y el anticuerpo se unen, el sistema inmunológico corporal se pone en marcha para combatir al intruso, al menos según las teorías que se enseñan en las facultades de medicina.

 

Se da por sentado que una vez que el torrente sanguíneo de un individuo contiene anticuerpos (ya sean producidos a la fuerza por las vacunas o de un modo natural, por haber pasado previamente por un episodio de la enfermedad) para un patógeno concreto, su cuerpo está protegido de por vida contra la enfermedad "causada" por ese patógeno en particular.


Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre la inmunidad adquirida naturalmente gracias a pasar por todas las etapas de una enfermedad y la inmunidad que se impone a un sistema inmunológico desprevenido.

 

La ruta natural de entrada al cuerpo para los patógenos son las mucosas de las fosas nasales, la boca, los labios, los párpados, los oídos, la zona genital y el ano. Inyectar patógenos directamente en la sangre es un acto antinatural y violento que entorpece e interfiere con los mecanismos protectores y de conservación del organismo.


Estas mucosas forman la primera línea de defensa del cuerpo para atrapar y digerir (por medio de enzimas) microorganismos que no suponen beneficios para el huésped siempre y cuando sus células, tejidos y órganos estén bien nutridos y sanos.
 

Por favor, recuerda lo que ya hemos dicho muchas veces: que las bacterias y los "virus" no hacen daño al organismo. Se convierten en patógenos (agentes generadores de enfermedades) sólo cuando el grado de intoxicación del cuerpo ha ocasionado considerables daños o la muerte a sus células y se hace necesaria una infección para descomponer los restos celulares y para estimular el sistema inmunológico a fin de que repare y cure los daños.

 

Las mucosas forman una parte esencial del sistema de desintoxicación del organismo que asegura que esto no tenga que suceder.


Cuando nos saltamos esta primera línea de defensa, que también recibe el nombre de "sistema inmunológico IgA", ocasionamos la formación de grandes brechas en la "armadura" autoprotectora del cuerpo.

 

Éste no se toma demasiado bien las medidas de inmunización artificial y, por tanto, se rebela de muchas formas.

Una de ellas es causar precisamente la enfermedad que la vacuna debía prevenir.

Contraer la enfermedad contra la que recibes la vacuna, como las paperas, puede ser realmente una bendición y conferir auténtica inmunidad a ella.

 

Esto puede explicar algunos de los efectos preventivos de enfermedades derivados de la administración de vacunas que se han observado en un reducido número de individuos vacunados.

 

Por desgracia, la inmensa mayoría de la población vacunada no se pone enferma. Si enfermase, la vacunación tendría realmente algún valor.

 

Sin embargo, si se añade a la vacuna un adyuvante como el aluminio o el escualeno - lo que ahora es habitual en la mayoría de las vacunas - puede hacer que tu sistema inmunológico reaccione de una manera exagerada ante la introducción del microorganismo en tu cuerpo.


En tales ocasiones, el cuerpo humano es impotente contra el material extraño y es desbordado por los antígenos y la consiguiente reacción excesiva del sistema inmunológico.

 

Esto a menudo da lugar a la aparición de síntomas debilitantes (entre los agentes que se introducen en el organismo con más frecuencia mediante las vacunas cabe citar el timerosal, que está relacionado con las lesiones neurológicas cerebrales), efectos secundarios incapacitantes (véanse los capítulos 5 y 6, "La resaca de las vacunas" y "Autismo: el ataque del mercurio") e incluso puede ocasionar la muerte.


A pesar de las pruebas documentadas existentes que relacionan la vacunación con el desarrollo de enfermedades y lesiones, la medicina moderna insiste en que las vacunas son una especie de "seguro de enfermedad".

 

Pero, para que conozcas los hechos, aquí tienes una breve lista de las sustancias que contienen.

Antígeno:

el componente esencial de toda vacuna es el microorganismo o patógeno causante de la enfermedad contra la que se quiere inducir inmunidad.

 


Conservantes:

se usan para aumentar la vida útil de una vacuna al impedir que las bacterias y los hongos la invadan.

 

En Estados Unidos, la Administración de Drogas y Alimentos (FDA) permite el uso de tres conservantes:

fenol, fenoxietanol y timerosal.

(Véase el capítulo 6, "Autismo: el ataque del mercurio").

 


Adyuvantes:

aumentan la respuesta inmunitaria del cuerpo nada más introducir en él la vacuna.

 

Aunque los adyuvantes son muy peligrosos y se sabe que incluso causan tormentas citoquínicas que conducen rápidamente a la muerte, las compañías farmacéuticas siguen usándolos como "refuerzo" en sus vacunas.

 

Otra poderosa razón para el uso de los adyuvantes es que estos productos químicos, al aumentar la potencia de las vacunas, permiten a las empresas farmacéuticas utilizar menos cantidad de antígeno en cada dosis, de modo que pueden fabricar más dosis.

 

Haz las cuentas:

más dosis significa mayores beneficios...

Las sales de aluminio son los adyuvantes más utilizados por los fabricantes de medicamentos.

 

Entre ellas están el fosfato alumínico, el hidróxido alumínico, el hidroxifosfato sulfato de aluminio y el sulfato alumínico-potásico, aunque también se usa como adyuvante el alumbre.

 

Hasta hace poco, las sales de aluminio eran los únicos adyuvantes que se permitía emplear a los fabricantes de vacunas en Estados Unidos.

 

Sin embargo, dado que la FDA le está dando vueltas a la idea de permitir el escualeno como adyuvante, hay una creciente alarma ante la posibilidad de que esta sustancia química, que hizo estragos entre los veteranos de la Guerra del Golfo estadounidenses, obtenga la licencia para su uso masivo en Estados Unidos. (Véase el capítulo 3, "¿Hay una conspiración?", segunda parte, "La guerra interna").



Aditivos o agentes estabilizantes:

protegen las vacunas contra el deterioro o la pérdida de eficacia bajo ciertas condiciones, como la liofilización y el calor.

 

También impiden que el antígeno se pegue a las paredes de la ampolla, y que los componentes de la vacuna se disocien.

 

Entre los aditivos más comunes hay azúcares como la sacarosa y la lactosa; aminoácidos como la glicina y derivados de aminoácidos como el glutamato monosódico; y, finalmente, proteínas como la gelatina o la albúmina del suero humano.

 

La preocupación respecto a estos aditivos se centra en el uso de gelatina, albúmina del suero humano y material derivado del ganado bovino, especialmente vacas.

 

Mientras que se sospecha que la gelatina precipita reacciones de hipersensibilidad, la albúmina del suero humana (que se obtiene a partir de fetos humanos muertos) podría introducir patógenos en el organismo.

 

En cuanto al material extraído del ganado vacuno, preocupa el brote de encefalopatía espongiforme bovina o "enfermedad de las vacas locas" ocurrido en Inglaterra en la década de 1980.

 

Al final de este capítulo me extenderé en esta controversia con detalle.

 


Agentes residuales:

los agentes residuales se usan durante el proceso de producción para cultivar el patógeno vivo y desactivarlo. Al final se eliminan de la vacuna; o eso es lo que afirman los fabricantes.

 

Entre los agentes residuales más comunes está el,

  • suero bovino (es muy popular para cultivar el "virus" en cultivos celulares)

  • formaldehído (se usa como agente desactivante)

  • antibióticos como la neomicina, la estreptomicina y la polimixina B para evitar la contaminación por bacterias.


Productos animales:

los productos animales se emplean con mucha frecuencia en la producción de vacunas como el medio en el que se cultiva el "virus".

 

Realizan dos funciones esenciales: alimentan al patógeno y proporcionan líneas celulares que le ayudan a replicarse para producir los millones de dosis que luego se venden comercialmente.

 

Entre los animales cuyos órganos, tejidos, sangre y suero se usan comúnmente para fabricar vacunas están los monos, las vacas, las ovejas, las gallinas, los cerdos y, en algunas ocasiones, los perros y los conejos.



Productos humanos: l

as células fetales humanas (células diploides) se dividen indefinidamente, así que se usan para crear líneas celulares donde el "virus" pueda replicarse.

 

Por ejemplo, el "virus" de la rubéola se cultiva en cultivos de tejido humano pues es incapaz de infectar a los animales. Una vez que el "virus" se ha replicado, se purifica el patógeno extrayéndolo del cultivo.

 

Sin embargo, con frecuencia quedan en la vacuna trazas de material genético del cultivo.

 

Esto representa un peligro real que siempre está presente. Si el ser humano o el animal huésped está infectado, es probable que se trasmitan patógenos secundarios durante la vacunación.

 

Esto es exactamente lo que ocurrió cuando se descubrió con posterioridad que una vacuna contra la polio cultivada en células renales de mono estaba contaminada con el llamado agente vacuolizante ("virus" 40 de los simios o SV40; véase el capítulo 2, "Errores de bulto históricos").

Una vez vistas las grandes categorías de componentes de las vacunas, aquí tienes una lista de algunos agentes tóxicos (con efectos secundarios documentados) que se emplean en su producción:

  • Acetona: de la que se usa como quitaesmaltes.

  • Adyuvantes oleaginosos: una neurotoxina vinculada a la enfermedad de Alzheimer y los ataques. También puede precipitar la artritis.

  • Formaldehído: agente cancerígeno utilizado como líquido embalsamador.

  • Etilenglicol: anticongelante de uso generalizado en motores de automóvil.

  • Tritón X-100: un detergente.

  • Glicerina: puede dañar órganos internos como los pulmones, el hígado y los riñones, así como el tracto gastrointestinal.

  • Glutamato monosódico (GMS): según la Administración de Drogas y Alimentos (FDA), el complejo de síntomas del GMS (sus efectos secundarios) puede consistir en entumecimiento, sensación de quemazón, hormigueo, presión o tirantez facial, dolor de pecho, dolor de cabeza, náuseas, taquicardia, somnolencia, debilidad y, en los asmáticos, dificultades respiratorias. Más concretamente, los estudios han demostrado que el GMS puede causar arritmia, fibrilación atrial, taquicardia, palpitaciones, bradicardia, angina de pecho, grandes subidas o bajadas de la tensión arterial, hinchazón, diarrea, náuseas/vómito, retortijones, hemorragia rectal, malestar general como el de la gripe, dolor articular, agarrotamiento, depresión, cambios en el estado de ánimo, reacciones de ira, jaqueca, mareos, euforia, pérdida del equilibrio, desorientación, confusión mental, ansiedad, ataques de pánico, hiperactividad, problemas de conducta en los niños, trastornos por déficit de atención, aletargamiento, somnolencia, insomnio, entumecimiento o parálisis, ataques, ciática, mala articulación al hablar, escalofríos, temblores, visión borrosa, dificultad para concentrarse, presión alrededor de los ojos, asma, dificultad para respirar, dolor en el pecho, opresión en el pecho, moqueo nasal, estornudos, frecuente dolor de vejiga, hinchazón de la próstata, hinchazón de la vagina, manchado vaginal, micción frecuente, nocturia, urticaria (puede ser tanto interna como externa), sarpullido, lesiones bucales, tensión pasajera o parálisis parcial, entumecimiento u hormigueo de la piel, rubor, extrema sequedad de la boca, hinchazón facial, hinchazón de la lengua, ojeras.

  • Fenol o ácido carbólico: una toxina letal que se usa en productos domésticos e industriales como desinfectante además de como tinte.

  • Timerosal (derivado del mercurio): un metal pesado tóxico que se usa como conservante. Está estrechamente relacionado con el autismo, las enfermedades autoinmunes y otros trastornos del neurodesarrollo.

  • Aluminio: elemento químico metálico que, aparte de dañar el cerebro de los niños, predispone a los adultos a sufrir problemas neurológicos como Alzheimer y la demencia.

  • Polisorbato 80 (Tween-80®): un emulsionante que puede causar graves reacciones alérgicas, incluida la anafilaxia. Además, según un estudio eslovaco realizado con ratas que se publicó en 1993 en la revista Food and Chemical Toxicology, el Tween-80 puede ocasionar infertilidad. Se demostró que el Tween-80 aceleraba la maduración de las ratas, prolongaba el ciclo estral, disminuía el peso del útero y los ovarios, y causaba daños en las paredes del útero indicativos de una estimulación estrogénica crónica.

Todo esto hace que me pregunte por qué tantos millones de personas empezaron a padecer las enfermedades enumeradas como efectos secundarios de estas toxinas después de introducir la práctica de las vacunaciones masivas en las sociedades modernas.

 

La mayoría de estas enfermedades eran casi desconocidas antes de que comenzara la manía vacunadora.

 



8. "Errores" vacunatorios

El peligro de las vacunas no radica sólo en estos ingredientes; hay otras graves preocupaciones, como las enormes lagunas existentes en el conocimiento científico moderno en el campo de la medicina.

 

Estas lagunas se intentan rellenar con lo que los investigadores llaman "teorías", que se convierten después en la base de las políticas gubernamentales e incluso de la producción de medicamentos para prevenir aparentemente las enfermedades.

 

Cuando estos errores son "descuidos" o "deslices" de las compañías farmacéuticas, se pierden vidas y muchas personas enferman gravemente.

 

Las secuelas del brote de la enfermedad de las vacas locas, así como el modo en que manejaron el asunto tanto los gobiernos como las empresas farmacéuticas, han dejado tras de sí un polémico legado que sigue afectando a vidas humanas.


La enfermedad de las vacas locas recibe también el nombre técnico de encefalopatía espongiforme bovina, o EEB; fue observada por primera vez a mediados de la década de 1980 en el ganado vacuno del Reino Unido. Es una enfermedad neurodegenerativa mortal, en la que unos fragmentos proteínicos infecciosos llamados priones invaden el cerebro, la médula espinal y otros tejidos de los animales afectados.

 

Estos priones literalmente devoran el blando tejido cerebral, creando en él agujeros que hacen que se parezca a una esponja.


Alrededor de una década después del brote, a mediados de los años noventa, los médicos del Reino Unido observaron una enfermedad en seres humanos y creyeron que la habían contraído comiendo carne de vaca y otros productos extraídos de animales infectados con la EEB.

 

El primer caso observado se produjo en 1996 y se consideró que era una variante de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, o vECJ.

 

Como la vECJ tiene un período de gestación de varios años, se supuso que las víctimas habían comido carne y otros productos de vacas infectadas de EEB una década antes.

 

En el 2009 la enfermedad ya había segado más de ciento sesenta vidas humanas en Gran Bretaña. Tanto la enfermedad de las vacas locas como la vECJ son tipos de encefalopatía espongiforme.

 

Sin embargo, hasta la fecha la ciencia ha sido incapaz de probar que haya una relación causal entre las dos.

¿Cómo saber con seguridad que la vECJ, descrita por primera vez allá por los años veinte por los científicos cuyos nombres lleva, no evolucionó convirtiéndose en una nueva cepa independiente de la variante animal?

Sin embargo, impulsado por la histeria provocada por la comunidad científica y médica, el Gobierno británico abrió las puertas de par en par a la financiación de las investigaciones sobre la vECJ, una decisión motivada quizá más por la política que por la ciencia.


La propia Organización Mundial de la Salud (OMS) declara que,

"la hipótesis de que exista una relación entre la vECJ y la EEB se formuló en vista de la asociación de estas dos EET (encefalopatías espongiformes trasmisibles) en el tiempo y en el lugar".

Y añadió:

"Entre las pruebas más recientes que apoyan la existencia de una relación está la identificación de características patológicas similares a las de la vECJ en el cerebro de macacos inoculados con EEB.

 

El vínculo vECJ-EEB se confirma por la demostración de que la vECJ está asociada a un marcador molecular que la distingue de otras formas de ECJ y que se parece a lo visto en la EEB trasmitida a otras especies".

Sin embargo, si la vECJ realmente surgiera de "vacas locas", entonces las consecuencias podrían ya haber sido nefastas.

 

La espeluznante verdad es que,

a pesar de ser conscientes de los riesgos de usar material bovino (tejidos, suero de becerro, piel y huesos de vaca que se usan para hacer gelatina para el cultivo de los "virus"), las empresas farmacéuticas del Reino Unido siguen empleándolo a escondidas para producir sus vacunas.

Una investigación realizada por el periódico británico The Daily Express el 2 de mayo del 2000 reveló que existía el riesgo de que siete vacunas estuvieran contaminadas.

 

Dichas vacunas se habían administrado a millones de niños entre 1988-1989 y 1993.
 

Se identificaron en particular vacunas fabricadas por dos grandes empresas farmacéuticas:

  • Vacuna triple vírica o SPR, contra el sarampión, las paperas y la rubéola (GlaxoSmithKline).

  • Diversas vacunas contra la difteria, el tétanos y la tos ferina (Wellcome).

  • Vacuna oral contra la poliomielitis (Wellcome).

  • Vacuna de polio"virus" inactivados (GlaxoSmithKline).

Los timbres de alarma también se dispararon en Estados Unidos, que posteriormente confeccionó una lista de vacunas sospechosas.

 

Las autoridades sanitarias estadounidenses sospecharon que el material bovino utilizado para fabricarlas procedía de países afectados por la enfermedad de las vacas locas.

 

La lista incluía:

  • Vacunas antigripales u OmniHib (Aventis Pasteur).

  • Vacunas combinadas contra la difteria, la tos ferina y el tétanos (North American Vaccine y GlaxoSmithKline).

  • Vacuna Havrix contra la hepatitis-A (GlaxoSmithKline).

Los datos anteriores ilustran hasta qué punto los gobiernos y los responsables políticos toman decisiones radicales basándose en puras hipótesis; y cómo las empresas farmacéuticas que carecen de escrúpulos incurren a sabiendas en malas prácticas de carácter criminal sin que les importen nada las vidas de quienes aseguran proteger.

 

Después de todo esto,

¿sabemos realmente qué contienen esas ampollas...?